sexta-feira, 6 de julho de 2012

Encíclica "Quo Graviora", de Gregório XVI



ENCÍCLICA

QUO GRAVIORA

PAPA GREGÓRIO XVI

Manifiesta a los Obispos de la Alta Renania su pesar por las calamidades que amenazan a la Iglesia, a causa de la Pragmática Constitución Civil de Offemburgo.
Del día 4 de octubre de 1833


1. Las preocupaciones del Papa por la Pragmática Constitución civil y la negligencia en curar sus males.

 Cuanto más graves sean los males que amenazan a la Iglesia Católica por las malvadas maquinaciones de los impíos, con tanta mayor prontitud deben esforzarse en contenerlas los Romanos Pontífices a quienes, constituidos en la Cátedra del Bienaventurado Pedro, se les dio la divina determinación, la suprema autoridad de apacentar, regir y gobernar la misma Iglesia. Pío VIII, predecesor nuestro de feliz recordación, comprendiendo ciertamente esto, apenas supo con máximo dolor que en las regiones de la provincia de Renania se habían intentado audazmente y no con vano conato, muchas cosas contra la doctrina de la misma Iglesia y su divina autoridad y constitución, en la carta que os dirigió en el año 1830, durante el mes de junio, animó, ya que las circunstancias lo exigían, vuestra pastoral solicitud a tutelar con todo celo los derechos de la Iglesia y defender la santa doctrina, de manera que en modo alguno dudarais en mostrar a quienes fuese necesario cuán contrarias eran a la razón y a la justicia las determinaciones perniciosas para la Iglesia que ya se habían adoptado o que estaban a punto de adoptarse, y procuraseis por lo tanto que fuesen revocadas. Sumamente preocupado por el enorme escándalo de las innovaciones os exigió una respuesta lo más rápida posible acerca del estado de esas iglesias, sea que estuviese acorde con sus deseos, para consolar su dolor, sea que, lo que no esperaba, les fuese adversa, para que pudiese tomar las medidas que reclamase el conflicto apostólico. Estas exhortaciones y sugerencias del Pontífice en un asunto tan grave, os hubieran debido incitar cuanto convenía a quienes, como abogados constituidos para defensa de la Iglesia, corresponde vigilar atentamente por su corrección. Pero lo que nunca pudo imaginar nuestro celebrado predecesor y lo que, si aún  viviese, lo hubiera turbado sin duda muy vehementemente, estaba reservado para que Nos causara dolor a Nosotros que ocupamos su lugar poco después de los hechos mencionados. Contrariados y casi con repugnancia decimos, pero con todo no podemos dejar de decir, que las cosas sucedieron en forma tan contraria a los deseos de esta Santa Sede, la cual enteramente ignora cuales hayan sido vuestras gestiones que cerca de esos Príncipes por la incolumnidad de la Religión Católica habéis hecho y qué éxito hayáis logrado, que pasados tres años aún espera los relatos detallados que tan solícitamente os encareció Pío VIII de inmortal memoria. Ni siquiera podemos conjeturar que no habéis faltado a las obligaciones de vuestro cargo por el hecho de haberse aplicado desde entonces algún remedio saludable a las heridas infligidas allí a la Iglesia, siendo así que por el contrario nos proviene de allí una causa de más acerbo dolor. Pues no sólo están en plenísima vigencia las cosas que fueron sancionadas contrariando los convenios establecidos entre la Santa Sede y los Príncipes federados, y la misma Iglesia, violentamente despojada de la libertad que Cristo le concedió, está sometida a una indigna servidumbre, sino que también, si bien no Nosotros, lo veis vosotros con vuestros propios ojos, nuevas causas han hecho aún más ruinosa la situación en esas regiones. Del mismo conjunto de los clérigos se han levantado hombres que hablan perversidades y que condenando con suma imprudencia según es costumbre de los innovadores, aquella ansiada regeneración y restauración, enconándose temerariamente contra esta Santa Sede, procuran arrastrar discípulos tras sí, y engañar a los incautos. Por eso, se reunieron en una especie de sociedad y no dudan en tener reuniones y en tratar de reformar la Iglesia Católica según las exigencias de los tiempos; tal es su modo de expresarse. No hace mucho, según se nos notificó, dieron público ejemplo de esta gravísima temeridad no pocos clérigos de la ciudad de Offemburgo, los cuales siguiendo a F. L. Mersy, su decano, propulsor y jefe, llegaron a proponer al arzobispo de Friburgo para su aprobación varias reformas escogitadas en sus conventículos, y las propusieron a cada uno de los capítulos rurales suscitando conspiraciones para la misma iniquidad; se atrevieron, además, a adornar con muchos aditamentos un libelo y editarlo por dos veces con esta procaz inscripción: "¿Son necesarias reformas en la Iglesia Católica?" Y ¡ojalá que otros clérigos friburgueses no hubiesen tramado lo que pública y abiertamente hicieron los de Offemburgo en sus deliberaciones acerca de la Religión! ¡Ojalá se hubiera detenido dentro de los límites de aquélla ciudad la pésima sedición de los reformadores! Mas ya sabemos y con gran dolor lo recordamos que invadió casi todas esas regiones y sobre todo la diócesis de Rottemburgo y que se extendió también fuera de la provincia eclesiástica renana. No ignoráis, Venerables Hermanos, en qué principios erróneos se apoyan los hombres mencionados y sus secuaces y qué origen tenga el apetito que los mueve a introducir novedades en la Iglesia. No juzgamos inútil el descubrir aquí algo de eso y explicarlo claramente.

2. Los innovadores y la doctrina y disciplina de la Iglesia

Ha prevalecido desde hace tiempo y ampliamente se ha difundido por esas regiones la opinión falsísima, nacida del impío y absurdo sistema de la indiferencia religiosa, que afirma que la Religión cristiana puede ir perfeccionándose. Y como los propugnadores de esta vana opinión no se atreven a extender la presunta posibilidad de perfección a las verdades de la fe, la aplican a la administración y disciplina externa de la Iglesia. Para conciliar la fe con su error, perversamente y con no escasa habilidad para el engaño, se apoyan en la autoridad de los teólogos católicos que frecuentemente enseñan ser ésta la diferencia entre la doctrina y disciplina de la Iglesia mientras aquélla es perpetuamente una e inmutable y no susceptible de cambio alguno. Una vez sentado esto afirman que hay indudablemente muchas cosas en la actual disciplina, gobernación y culto externo de la Iglesia que no se acomodan a la índole de nuestros tiempos y que como perjudiciales para el incremento, conviene cambiar sin que se siga de ello detrimento alguno para la fe y costumbres. Así, ostentando celo por la Religión y bajo la apariencia de piedad acumulan novedades, meditan reformas y realizan la regeneración de la Iglesia.

Que estos innovadores se valgan realmente de tales principios, amén de manifestaciones en los muchos opúsculos divulgados sobre todo en Alemania, en que se desarrollan y defienden estas mismas cosas, aparece ahora claramente en el folleto impreso en Offemburgo y más aún en lo que imprudentemente añadió el predicho F. L. Mersy cabecilla del conventículo sedicioso allí celebrado, cuando hizo la segunda edición de la misma obra. Pero mientras torpemente envanecidos en sus pensamientos establecen por su cuenta tales cosas, o no advierten o simulan astutamente no advertir que caen en los errores condenados por la Iglesia en la proposición 78 de la Constitución "Actorem fidei" de Pío VI, predecesor Nuestro de piadosa memoria, publicada el día 28 de agosto del año 1794 y que atacan la sana doctrina que, según dicen, quieren conservar íntegra y proteger. Por cierto cuando sostienen que puede cambiarse indistintamente toda la forma exterior de la Iglesia ¿No someten también a mudanzas aquellos capítulos disciplinares que tienen su fundamento en el mismo derecho divino y que están unidos con estrecho vínculo con la doctrina de la fe, de manera que la ley de los que se ha de creer hace la ley de los que se ha de obrar? ¿No se empeñan además en volver humana a la Iglesia y manifiestamente injurian al Divino Espíritu que la rige, cuando juzgan que su actual disciplina está viciada de defectos, oscuridades y otros inconvenientes, imaginando que contiene muchas cosas no sólo inútiles sino contrarias a la incolumnidad de la misma Religión Católica? ¿Cómo es posible que hombres particulares se arroguen un derecho peculiar y propio de solo el Romano Pontífice? Pues aunque se trata de aquellas disposiciones disciplinarias que tienen fuerza en toda la Iglesia, pero como son de libre institución eclesiástica pueden sufrir modificaciones, sólo el Romano Pontífice a quien Cristo puso al frente de toda la Iglesia debe juzgar acerca de la necesidad de reformas según lo exigen las diversas circunstancias y según escribe San Gelasio: Emitir decreto canónicos, adaptar los preceptos de los predecesores de manera que luego de una discreta consideración se suavicen las cosas que la necesidad de los tiempos pide se amplíen para restaurar las iglesias. Dicho esto en forma resumida acerca de la falsedad de los principios en los que se apoyan los reformadores. Sería fatigoso, Venerables Hermanos, entreteneros en largas exposiciones de las impías acusaciones con las que, uniendo la audacia al error y a la licencia para insultar, común entre esta clase de personas, atacan a esta Santa Sede como si ella, exageradamente celosa de lo antiguo sin entender en lo absoluto la índole de nuestros tiempos, ciega en medio de la luz de los nuevos conocimientos, no distinguiendo suficientemente las cosas que respetan la sustancia de la Religión de las que se refieren tan sólo a su forma externa, nutriera las supersticiones, fomentara los abusos, y en fin obrara de tal manera que jamás se preocupase de las conveniencias de la Iglesia Católica. ¿A qué fin viene todo esto? Ciertamente para excitar el disgusto contra la Santísima Cátedra de Pedro en la que Cristo puso el fundamento de su Iglesia, fomentar el odio de los pueblos contra su divina autoridad y romper la unión de las demás iglesias con ella. De aquí que, buscando conseguir de vuestra fraternidad lo que saben no lograrán de esta Sede Apostólica, afirman que conviene que la Iglesia "patria" ("nacional") según ellos la llaman, se rija por sus propias leyes, llegando a atribuir a cada uno de los pastores de la Iglesia la libre facultad de suprimir y abrogar las leyes universales de la Iglesia según lo pida la utilidad de la propia grey. ¿Qué más? Como advierten que tampoco consiguen nada de vosotros, se empeñan en emancipar a los mismos presbíteros de la debida sujeción a sus obispos, y no temen concederles el derecho de administrar las diócesis.

3. Errores de los innovadores. Celibato

Por cierto que todas estas cosas total y manifiestamente invierten la jerarquía eclesiástica constituida por ordenación divina, contrariando la verdad de fe definida por los Padres tridentinos. Suscitan nuevamente los errores expresados en las proposiciones 6, 8 y 9 proscritos en la predicha constitución dogmática Auctorem fidei. Que tienden a esto también los clérigos de Offemburgo y que las mismas doctrinas condenadas están contenidas sobre todo en las adiciones insertas en la segunda edición del folleto, aparece tan a la vista que no deja el menor lugar a duda. Pero conviene enumerar particularmente algunos de los muchos errores en que por todas partes abunda ese opúsculo. En primer lugar se nos ofrecen las cosas que, con no menor audacia que falsedad, propalan los autores de la torpísima confabulación contra el celibato clerical, cuya ley no se atreven a atacar abiertamente como los demás. Quieren que los clérigos incapaces de guardar el celibato, eclesiástico y que son tan depravados y corrompidos en sus costumbres que no queda esperanza alguna de su enmienda, sean reducidos al estado laical de manera que puedan contraer nupcias válidas también ante la Iglesia; esto de ninguna manera está de acuerdo con la mente de los Padres tridentinos explicada en la sesión 7 can 9 de los sacramentos en general y en la sesión 23 capítulo 4 y can. 4. Ciertamente no se nos oculta con que artificios se esfuerzan por torcer hacia un sentido depravado la doctrina del concilio ecuménico.

   Sostienen que según la sentencia del Tridentino, aquel que una vez fue ordenado sacerdote, no puede volver a ser laico por su propia autoridad pero sí puede lograrlo por la autoridad de la Iglesia, entendiendo por Iglesia a cada uno de los obispos a quienes otorgan la autoridad de volver los clérigos al estado laical; y que el carácter que se imprime en el orden es llamado indeleble por el concilio en cuanto el sacramento del orden no puede recibirse dos veces, no en el sentido de que el sacerdote no pueda, por el modo predicho, volver a ser laico; y no vacilan en enumerar el mismo carácter entre las recientes elucubraciones de los escolásticos. Imaginando tales desvaríos ¿qué otra cosa hacen con tan torpes cavilaciones e insistencia en una interpretación de los predichos decretos tridentinos contraria a la genuina y universalmente admitida por la Iglesia, sino acumular evidentes errores sobre errores?

4. Indulgencias

 Ni se distancia menos de la sana doctrina lo que audacísimamente enseñan sobre la virtud y uso de las indulgencias. Ciertamente éstos o bien afirman sin ninguna duda, o insinúan por medio de muchos rodeos que las indulgencias en modo alguno pueden referirse a las penas temporales de los pecados que quedan para satisfacer por ellos, sea en esta vida sea en la otra, que hasta el siglo undécimo no fueron otra cosa sino la remisión de las penas canónicas que debían cumplirse a la faz de la Iglesia, y que, por primera vez se sometieron a la potestad de las llaves las penas que son impuestas por Dios al pecador, proviniendo de aquí una enorme depravación de la disciplina eclesiástica. El tesoro formado por los méritos de Cristo y satisfacciones de los santos fue inventado, dicen, por el Romano Pontífice Clemente V; en fin, para omitir lo demás, las indulgencias sólo sirven al presente en la Iglesia para recordar a los fieles las antiguas penitencias canónicas y atraer así a los pecadores a la penitencia. ¿Qué significa esto sino volver a renovar las proposiciones 17 y 19 de Lutero, 6 de Pedro de Osma, 60 de Bravo y en fin las proposiciones 40, 41 y 42 prescriptas en la citada constitución Auctorem Fidei e insturar con suma imprudencia los errores allí condenados?

5. Penitencia

Tanto más deplorable es la ciega temeridad de estos hombres que quieren reformar radicalmente el el santísimo instituto de la penitencia sacramental, se burlan contumeliosamente de la Iglesia y casi la acusan de error como si hubiese enervado ese mismo saludable instituto y menoscabado su eficacia y virtud, ordenando la confesión anual, concediendo indulgencias con la condición de que se practique la confesión y permitiendo el culto privado y las misas cotidianas. ¿Podrá la Iglesia que es columna y fundamento de la verdad y a quien el Espíritu Santo como consta enseña siempre todas las verdades, mandar, conceder y permitir cosas que conduzcan a la ruina de las almas y a la deshonra y detrimento de un Sacramento instituido por Cristo? "¿No será propio de una insolentísima locura, como decía San Agustín, disputar si se debe hacer lo que acostumbra hacer por todo el orbe de la Iglesia? No queremos pensar que estos innovadores que ostentan un celo tan vivo por fomentar la piedad en el pueblo, sólo desean que, disminuida o más bien suprimida del todo la frecuencia de los sacramentos, languidezca paulatinamente y se destruya por último la Religión entera.

6. Otros errores

Sería demasiado largo, Venerables Hermanos, proseguir enumerando las demás opiniones erróneas de los innovadores, sea acerca del estipendio de las misas que afirman deber suprimirse, como de la costumbre de ofrecer muchas misas por el mismo difunto, que dicen ser contrario a la doctrina de la Iglesia acerca de la infinita virtud del sacrificio de la nueva ley, o sea acerca de un nuevo ritual escrito en lengua vulgar que desean más adaptado a la índole de nuestros tiempos o en fin acerca de las congregaciones piadosas, las plegarias públicas y sagradas peregrinaciones, que de diversa manera reprueban. Es suficiente advertir que semejantes opiniones no proceden de otra corruptísima fuente ni manan de otros principios que los que hace tiempo condenó con solemne juicio La Iglesia en las varias veces mencionada Constitución Auctorem fidei, sobre todo de las proposiciones 30, 33, 66 y 78.

7. Conclusión y exhortación final

Siguiendo los ejemplos de nuestros predecesores en casos similares, Venerables Hermanos, juzgamos deber Nuestro exponeros estas cosas según parecía exigirlo Nuestro cargo apostólico, con el fin principal de que, puestos en evidencia los errores de estos hombres, aparezca en los hechos adónde conduce el depravado apetito de introducir novedades en la Iglesia. Por lo demás, con qué angustias esté oprimido nuestro corazón en medio de tantas amarguras como aflige a la Iglesia, fácilmente lo podéis suponer. Gemimos al ver a la Esposa sin mancilla del Inmaculado Cordero Jesucristo velada por los ímpetus de los enemigos externos e internos, y con abundantes lágrimas deploramos los males que la oprimían estando allí reducida a oprobiosa cautividad. Añádase lo que padece por causa de sus hijos torpemente alejados del seno amantísimo de su madre los que hablan falsamente contra ella. Lejos de nosotros sin embargo desfallecer, lejos de nosotros el contener la voz apostólica en tan grave necesidad de la causa apostólica, y que, despojándonos de la fortaleza, el juicio y la virtud del Espíritu de Dios y como perros mudos incapaces de ladrar, dejemos que la grey del Señor sea expoliada y las ovejas de Cristo se conviertan en pasto de todas las bestias del campo. Por tanto, queremos que estéis persuadidos, Venerables Hermanos, de que es tal la disposición de Nuestro ánimo que nada de lo que esté en nuestras manos dejaremos de hacer hasta que a la Iglesia Católica se le restituya la libertad anterior que pertenece enteramente a su divina constitución y sea cerrada la boca de quienes hablan iniquidades. Pero no podemos dejar de excitar con el celo de la Religión vuestra constancia y virtud, Venerables Hermanos, y de exhortaros vehementísimamente para que unidos con el Espíritu de Dios luchéis por la causa de la Iglesia. A vosotros que habéis sido llamados a participar de la solicitud cuya plenitud nos fue concedida, incumbe custodiar el santísimo depósito de la fe y sagrada doctrina, alejar de la Iglesia toda profana novedad y esforzaros con todo ánimo contra quienes se empeñan en conculcar los derechos de esta Santa Sede. Desenvainad pues la espada de la fe, que es la palabra de Dios, como tan encarecidamente os lo inculca el Apóstol Pablo en la persona de su discípulo Timoteo: instad oportuna e inoportunamente, argüid, rogad, reprended con toda paciencia y doctrina. Y nada os detenga a emprender cualquier combate por la gloria de Dios, la tutela de la Iglesia y la salud de las almas encomendadas a vuestros cuidados. Pensad en Aquel que sostuvo tan gran contradicción por obra de los pecadores. Pues si teméis la audacia de los malvados, puede darse por perdido el vigor del episcopado y la sublime y divina potestad de gobernar la Iglesia.

8. Palabras finales y Bendición

Ahora sólo resta que, meditando a los pies del Señor, reparéis con cuidado en la gravísima obligación de vuestro carago y el durísimo juicio que espera a todos los que gobiernan, pero muy en particular a los vigías de la casa de Israel. Confiamos en que os encenderéis en adelante de tal celos por ayudar según vuestras fuerzas a la Religión Católica y por defenderla de los impíos enemigos, que llegaréis a realizar aún mayores cosas de las que os escribimos. Reconfortados y solazados grandemente con esta esperanza os impartimos amorosamente a vosotros y a los pueblos confiados a vuestra fidelidad la Bendición Apostólica, augurio de todos los bienes.

Dado en Roma junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 4 de octubre de 1833, de nuestro Pontificado el año tercero. Gregorio, Papa XVI

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