ENCÍCLICA
SATIS COGNITUM
DO SUMO PONTÍFICE
LEÃO XIII
SOBRE A NATUREZA DA IGREJA
SATIS COGNITUM
DO SUMO PONTÍFICE
LEÃO XIII
SOBRE A NATUREZA DA IGREJA
Introducción
1. Bien sabéis que una parte
considerable de nuestros pensamientos y de nuestras preocupaciones tiene por
objeto esforzarnos en volver a los extraviados al redil que gobierna el
soberano Pastor de las almas, Jesucristo. Aplicando nuestra alma a ese objeto,
Nos hemos pensado que sería utilísimo a tamaño designio y a tan grande empresa
de salvación trazar la imagen de la Iglesia, dibujando, por decirlo así, sus
contornos principales, y poner en relieve, como su distintivo más
característico y más digno de especial atención, la unidad, carácter insigne de
la verdad y del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha impreso
en su obra. Considerada en su forma y en su hermosura nativa, la Iglesia debe
tener una acción muy poderosa sobre las almas, y no es apartarse de la verdad
decir que ese espectáculo puede disipar la ignorancia y desvanecer las ideas
falsas y las preocupaciones, sobre todo aquellas que no son hijas de la
malicia. Pueden también excitar en los hombres el amor a la Iglesia, un amor
semejante a la caridad, bajo cuyo impulso Jesucristo ha escogido a la Iglesia
por su Esposa, rescatándola con su sangre divina; pues Jesucristo amó a la
Iglesia y se entregó El mismo por ella(1).
Si para volver a esta madre
amantísima deben aquellos que no la conocen, o los que cometieron el error de
abandonarla, comprar ese retorno, desde luego, no al precio de su sangre
(aunque a ese precio la pagó Jesucristo), pero sí al de algunos esfuerzos y
trabajos, bien leves por otra parte, verán claramente al menos que esas
condiciones no han sido impuestas a los hombres por una voluntad humana, sino
por orden y voluntad de Dios, y, por lo tanto, con la ayuda de la gracia
celestial, experimentarán por sí mismos la verdad de esta divina palabra: «Mi
yugo es dulce y mi carga ligera»(2).
Por esto, poniendo nuestra
principal esperanza en el «Padre de la luz, de quien desciende toda gracia y
todo don perfecto»(3), en aquel que sólo «da el acrecentamiento»(4). Nos le
pedimos, con vivas instancias, se digne poner en Nos el don de persuadir.
2. Dios, sin duda, puede operar
por sí mismo y por su sola virtud todo lo que realizan los seres creados; pero,
por un consejo misericordioso de su Providencia, ha preferido, para ayudar a
los hombres, servirse de los hombres. Por mediación y ministerio de los hombres
da ordinariamente a cada uno, en el orden puramente natural, la perfección que
le es debida, y se vale de ellos, aun en el orden sobrenatural, para
conferirles la santidad y la salud.
Pero es evidente que ninguna
comunicación entre los hombres puede realizarse sino por el medio de las cosas
exteriores y sensibles. Por esto el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana, El,
que teniendo la forma de Dios..., se anonadó, tomando la forma de esclavo y
haciéndose semejante a los hombres(5): y así, mientras vivió en la tierra,
reveló a los hombres, conversando con ellos, su doctrina y sus leyes.
Pero como su misión divina
debía ser perdurable y perpetua, se rodeó de discípulos, a los que dio parte de
su poder, y haciendo descender sobre ellos desde lo alto de los cielos «el
Espíritu de verdad», les mandó recorrer toda la tierra y predicar fielmente a
todas las naciones lo que El mismo había enseñado y prescrito, a fin de que,
profesando su doctrina y obedeciendo sus leyes, el género humano pudiese
adquirir la santidad en la tierra y en el cielo la bienaventuranza eterna.
Naturaleza sacramental de
la Iglesia
3. Tal es el plan a que obedece
la constitución de la Iglesia, tales son los principios que han presidido su
nacimiento. Si miramos en ella el fin último que se propone y las causas
inmediatas por las que produce la santidad en las almas, seguramente la Iglesia
es espiritual; pero si consideramos los miembros de que se compone
y los medios por los que los dones espirituales llegan hasta nosotros, la
Iglesia es exterior y necesariamente visible. Por signos que
penetran en los ojos y por los oídos fue como los apóstoles recibieron la
misión de enseñar; y esta misión no la cumplieron de otro modo que por palabras
y actos igualmente sensibles. Así su voz, entrando por el oído exterior,
engendraba la fe en las almas: «la fe viene por la audición, y la audición por
la palabra de Cristo»(6).
Y la fe misma, esto es, el
asentimiento a la primera y soberana verdad, por su naturaleza, está encerrada
en el espíritu, pero debe salir al exterior por la evidente profesión que de
ella se hace: «pues se cree de corazón para la justicia; pero se confiesa por
la boca para la salvación»(7). Así, nada es más íntimo en el hombre que la
gracia celestial, que produce en él la salvación, pero exteriores son los
instrumentos ordinarios y principales por los que la gracia se nos comunica:
queremos hablar de los sacramentos, que son administrados con ritos especiales
por hombres evidentemente escogidos para ese ministerio. Jesucristo ordenó a
los apóstoles y a los sucesores de los apóstoles que instruyeran y gobernaran a
los pueblos: ordenó a los pueblos que recibiesen su doctrina y se sometieran
dócilmente a su autoridad. Pero esas relaciones mutuas de derechos y de deberes
en la sociedad cristiana no solamente no habrían podido ser duraderas, pero ni
aun habrían podido establecerse sin la mediación de los sentidos, intérpretes y
mensajeros de las cosas.
4. Por todas estas razones, la
Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un cuerpo,
y también el cuerpo de Cristo. «Sois el cuerpo de Cristo»(8).
Porque la Iglesia es un cuerpo visible a los ojos; porque es el cuerpo de
Cristo, es un cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido y animado como
está por Jesucristo, que lo penetra con su virtud, como, aproximadamente, el
tronco de la viña alimenta y hace fértiles a las ramas que le están unidas. En
los seres animados, el principio vital es invisible y oculto en lo más
profundo del ser, pero se denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción
de los miembros; así, el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia
se manifiesta a todos los ojos por los actos que produce.
De aquí se sigue que están en
un pernicioso error los que, haciéndose una Iglesia a medida de sus deseos, se
la imaginan como oculta y en manera alguna visible, y aquellos otros que la
miran como una institución humana, provista de una organización, de una
disciplina y ritos exteriores, pero sin ninguna comunicación permanente de los
dones de la gracia divina, sin nada que demuestre por una manifestación diaria
y evidente la vida sobrenatural que recibe de Dios.
Lo mismo una que otra
concepción son igualmente incompatibles con la Iglesia de Jesucristo, como el
cuerpo o el alma son por sí solos incapaces de constituir el hombre. El
conjunto y la unión de estos dos elementos es indispensable a la verdadera
Iglesia, como la íntima unión del alma y del cuerpo es indispensable a la
naturaleza. La Iglesia no es una especie de cadáver; es el cuerpo de Cristo, animado
con su vida sobrenatural. Cristo mismo, jefe y modelo de la Iglesia, no está
entero si se considera en El exclusivamente la naturaleza humana y visible,
como hacen los discípulos de Fotino o Nestorio, o únicamente la naturaleza
divina e invisible, como hacen los monofisitas; pero Cristo es uno por la unión
de las dos naturalezas, visible e invisible, y es uno en las dos: del mismo
modo, su Cuerpo místico no es la verdadera Iglesia sino a condición de que sus
partes visibles tomen su fuerza y su vida de los dones sobrenaturales y otros
elementos invisibles; y de esta unión es de la que resulta la naturaleza de sus
mismas partes exteriores.
Mas como la Iglesia es así por
voluntad y orden de Dios, así debe permanecer sin ninguna
interrupción hasta el fin de los siglos, pues de no ser así no habría sido
fundada para siempre, y el fin mismo a que tiende quedaría limitado en el
tiempo y en el espacio; doble conclusión contraria a la verdad. Es cierto,
por consiguiente, que esta reunión de elementos visibles e invisibles, estando
por la voluntad de Dios en la naturaleza y la constitución íntima de la
Iglesia, debe durar, necesariamente, tanto como la misma Iglesia dure.
5. No es otra la razón en que
se funda San Juan Crisóstomo cuando nos dice: «No te separes de la Iglesia.
Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la
Iglesia; tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la
tierra. No envejece jamás, su vigor es eterno. Por eso la Escritura, para
demostrarnos su solidez inquebrantable, le da el nombre de montaña»(9). San
Agustín añade: «Los infieles creen que la religión cristiana debe durar cierto
tiempo en el mundo para luego desaparecer. Durará tanto como el sol; y mientras
el sol siga saliendo y poniéndose, es decir, mientras dure el curso de los
tiempos, la Iglesia de Dios, esto es, el Cuerpo de Cristo, no desaparecerá del
mundo»(10). Y el mismo Padre dice en otro lugar: «La Iglesia vacílará si su
fundamento vacila; pero ¿cómo podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile,
la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos. ¿Dónde están los que
dicen: La Iglesia ha desaparecido del mundo, cuando ni siquiera puede
flaquear?»(11).
Estos son los fundamentos sobre
los que debe apoyarse quien busca la verdad. La Iglesia ha sido fundada y
constituida por Jesucristo nuestro Señor; por tanto, cuando inquirimos la
naturaleza de la Iglesia, lo esencial es saber lo que Jesucristo ha querido
hacer y lo que ha hecho en realidad. Hay que seguir esta regla cuando sea
preciso tratar, sobre todo, de la unidad de la Iglesia, asunto del que nos ha
parecido bien, en interés de todo el mundo, hablar algo en las presentes
letras.
Unicidad de la Iglesia
6. Sí, ciertamente, la
verdadera Iglesia de Jesucristo es una; los testimonios evidentes y
multiplicados de las Sagradas Letras han fijado tan bien este punto, que ningún
cristiano puede llevar su osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de
determinar y establecer la naturaleza de esta unidad, muchos se dejan extraviar
por varios errores. No solamente el origen de la Iglesia, sino todos los
caracteres de su constitución pertenecen al orden de las cosas que proceden de
una voluntad libre; toda la cuestión consiste, pues, en saber lo que en
realidad ha sucedido, y por eso es preciso averiguar no de qué modo la Iglesia
podría ser una, sino qué unidad ha querido darle su Fundador.
Si examinamos los hechos,
comprobaremos que Jesucristo no concibió ni instituyó una Iglesia formada de
muchas comunidades que se asemejan por ciertos caracteres generales, pero
distintas unas de otras y no unidas entre sí por aquellos vínculos que
únicamente pueden dar a la Iglesia la individualidad y la unidad de que hacemos
profesión en el símbolo de la fe: «Creo en la Iglesia una»...
«La Iglesia está constituida en
la unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de
desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica Iglesia
es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de sentimiento, de principio,
de excelencia... Además, la cima de perfección de la Iglesia, como el
fundamento de su construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo
el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella»(12). Por eso, cuando
Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una Iglesia, que
llama suya: «Yo edificaré mi Iglesia». Cualquiera otra que se quiera imaginar
fuera de ella no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.
7. Esto resulta más evidente
aún si se considera el designio del divino Autor de la Iglesia. ¿Qué ha
buscado, qué ha querido Jesucristo nuestro Señor en el establecimiento y
conservación de la Iglesia? Una sola cosa: transmitir a la Iglesia la
continuación de la misma misión del mismo mandato que El recibió de su
Padre.
Esto es lo que había decretado
hacer y esto es lo que realmente hizo: «Como mi Padre me envió, os envío a
vosotros»(13). «Como tú me enviaste al mundo, los he enviado también al
mundo»(14). En la misión de Cristo entraba rescatar de la muerte y salvar «lo
que había perecido»; esto es, no solamente algunas naciones o algunas ciudades,
sino la universalidad del género humano, sin ninguna excepción en el espacio ni
en el tiempo. «El Hijo del hombre ha venido... para que el mundo sea salvado
por El»(15). «Pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres por el que
podamos ser salvados»(16). La misión, pues, de la Iglesia es repartir entre los
hombres y extender a todas las edades la salvación operada por Jesucristo y
todos los beneficios que de ella se siguen. Por esto, según la voluntad de su
Fundador, es necesario que sea única en toda la extensión del mundo y en toda
la duración de los tiempos. Para que pudiera existir una unidad más grande
sería preciso salir de los límites de la tierra e imaginar un género humano nuevo
y desconocido.
8. Esta Iglesia única, que
debía abrazar a todos los hombres, en todos los tiempos y en todos los lugares,
Isaías la vislumbró y señaló por anticipado cuando, penetrando con su mirada en
lo porvenir, tuvo la visión de una montaña cuya cima, elevada sobre todas las
demás, era visible a todos los ojos y que representaba la Casa de Dios, es
decir, la Iglesia: «En los últimos tiempos, la montaña, que es la Casa del
Señor, estará preparada en la cima de las montañas»(17).
Pero esta montaña colocada
sobre la cima de las montañas es única; única es esta Casa del Señor, hacia la
cual todas las naciones deben afluir un día en conjunto para hallar en ella la
regla de su vida. «Y todas las naciones afluirán hacia ella y dirán: Venid,
ascendamos a la montaña del Señor, vamos a la Casa del Dios de Jacob y nos
enseñará sus caminos y marcharemos por sus senderos»(18). Optato de Mileve dice
a propósito de este pasaje: «Está escrito en la profecía de Isaías: La ley
saldrá de Sión, y la palabra de Dios, de Jerusalén».
No es, pues, en la montaña de
Sión donde Isaías ve el valle, sino en la montaña santa, que es la Iglesia, y
que llenando todo el mundo romano eleva su cima hasta el cielo... La verdadera
Sión espiritual es, pues, la Iglesia, en la cual Jesucristo ha sido constituido
Rey por Dios Padre, y que está en todo el mundo, lo cual es exclusivo de la
Iglesia católica(19). Y he aquí lo que dice San Agustín: «¿Qué hay más visible
que una montaña?» Y, sin embargo, hay montañas desconocidas que están situadas
en un rincón apartado del globo... Pero no sucede así con esa montaña, pues
ella llena toda la superficie de la tierra y está escrito de ella que está
establecida sobre las cimas de las montañas(20).
9. Es preciso añadir que el
Hijo de Dios decretó que la Iglesia fuese su propio Cuerpo místico, al que se
uniría para ser su Cabeza, del mismo modo que en el cuerpo humano, que tomó por
la Encarnación, la cabeza mantiene a los miembros en una necesaria y natural
unión. Y así como tomó un cuerpo mortal único que entregó a los tormentos y a
la muerte para pagar el rescate de los hombres, así también tiene un Cuerpo
místico único en el que y por medio del cual hizo participar a los hombres de
la santidad y de la salvación eterna. «Dios le hizo (a Cristo) jefe de toda la
Iglesia, que es su cuerpo»(21).
Los miembros separados y
dispersos no pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo
cuerpo. Pues San Pablo dice: «Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos,
no son sino un solo cuerpo: así es Cristo»(22). Y es por esto por lo que nos
dice también que este cuerpo estáunido y ligado.
«Cristo es el jefe, en virtud del que todo el cuerpo, unido y ligado por todas
sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de operaciones
proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser edificado en
la caridad»(23). Así, pues, si algunos miembros están separados y alejados de
los otros miembros, no podrán pertenecer a la misma cabeza como el resto del
cuerpo. «Hay —dice
San Cipriano— un
solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una sola fe, un solo
pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado en la unidad sólida de
un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un cuerpo, para permanecer
único, no puede dividirse por el fraccionamiento de su organismo»(24). Para
mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la presenta bajo la imagen de
un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir sino a condición de estar
unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de ésta su fuerza vital; separados,
han de morir necesariamente. «No puede (la Iglesia) ser dividida en pedazos por
el desgarramiento de sus miembros y de sus entrañas. Todo lo que se separe del
centro de la vida no podrá vivir por sí solo ni respirar»(25). Ahora bien: ¿en
qué se parece un cadáver a un ser vivo? «Nadie jamás ha odiado a su carne, sino
que la alimenta y la cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos los miembros
de su cuerpo formados de su carne y de sus huesos»(26).
Que se busque, pues, otra
cabeza parecida a Cristo, que se busque otro Cristo si se quiere imaginar otra
Iglesia fuera de la que es su cuerpo. «Mirad de lo que debéis guardaros, ved
por lo que debéis velar, ved lo que debéis tener. A veces se corta un miembro
en el cuerpo humano, o más bien se le separa del cuerpo una mano, un dedo, un
pie. ¿Sigue el alma al miembro cortado? Cuando el miembro está en el cuerpo,
vive; cuando se le corta, pierde la vida. Así el hombre, en tanto que vive en
el cuerpo de la Iglesia, es cristiano católico; separado se hará herético. El
alma no sigue al miembro amputado»(27).
La Iglesia de Cristo es, pues,
única y, además, perpetua: quien se separa de ella se aparta de la
voluntad y de la orden de Jesucristo nuestro Señor, deja el camino de salvación
y corre a su pérdida. «(Quien se separa de la Iglesia para unirse a una esposa
adúltera, renuncia a las promesas hechas a la Iglesia. Quien abandona a la
Iglesia de Cristo no logrará las recompensas de Cristo... Quien no guarda esta
unidad, no guarda la ley de Dios, ni guarda la fe del Padre y del Hijo, ni
guarda la vida ni la salud»(28).
Unidad de la Iglesia
10. Pero aquel que ha
instituido la Iglesia única, la ha instituido una; es decir, de tal naturaleza,
que todos los que debían ser sus miembros habían de estar unidos por los
vínculos de una sociedad estrechísima, hasta el punto de formar un solo pueblo,
un solo reino, un solo cuerpo. «Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como
habéis sido llamados a una sola esperanza en vuestra vocación»(29).
En vísperas de su muerte,
Jesucristo sancionó y consagró del modo más augusto su voluntad acerca de este
punto en la oración que dirigió a su Padre: «No ruego por ellos solamente, sino
por aquellos que por su palabra creerán en mí... a fin de que ellos también
sean una sola cosa en nosotros... a fin de que sean consumados en la
unidad»(30). Y quiso también que el vínculo de la unidad entre sus discípulos
fuese tan íntimo y tan perfecto que imitase en algún modo a su propia unión con
su Padre: «os pido... que sean todos una misma cosa, como vos mi Padre estáis
en mí y yo en vos»(31).
Unidad de fe y comnnión
11. Una tan grande y absoluta
concordia entre los hombres debe tener por fundamento necesario la armonía y la
unión de las inteligencias, de la que se seguirá naturalmente la armonía de las
voluntades y el concierto en las acciones. Por esto, según su plan divino,
Jesús quiso que la unidad de la fe existiese en su Iglesia; pues la fe es el
primero de todos los vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es a la que
debemos el nombre de fieles.
«Un solo Señor, una sola fe, un
solo bautismo»(32), es decir, del mismo modo que no tienen más que un solo
Señor y un solo bautismo, así todos los cristianos del mundo no deben tener
sino una sola fe. Por esto el apóstol San Pablo no pide solamente a los cristianos
que tengan los mismos sentimientos y huyan de las diferencias de opinión, sino
que les conjura a ello por los motivos más sagrados: «Os conjuro, hermanos
míos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que no tengáis más que un
mismo lenguaje ni sufráis cisma entre vosotros, sino que estéis todos
perfectamente unidos en el mismo espíritu y en los mismos sentimientos»(33).
Estas palabras no necesitan explicación, son por sí mismas bastante elocuentes.
La Sagrada Escritura
12. Además, aquellos que hacen
profesión de cristianismo reconocen de ordinario que la fe debe ser una. El
punto más importante y absolutamente indispensable, aquel en que yerran muchos,
consiste en discernir de qué naturaleza es, de qué especie es esta unidad. Pues
aquí, como Nos lo hemos dicho más arriba, en semejante asunto no hay que juzgar
por opinión o conjetura, sino según la ciencia de los hechos hay que buscar y
comprobar cuál es la unidad de la fe que Jesucristo ha impuesto a su Iglesia.
La doctrina celestial de
Jesucristo, aunque en gran parte esté consignada en libros inspirados por Dios,
si hubiese sido entregada a los pensamíentos de los hombres no podría por sí
misma unir los espíritus. Con la mayor facilidad llegaría a ser objeto de
interpretaciones diversas, y esto no sólo a causa de la profundidad y de los
misterios de esta doctrina, sino por la diversidad de los entendimientos de los
hombres y de la turbación que nacería del choque y de la lucha de
contrarias pasiones. De las diferencias de interpretación nacería necesariamente
la diversidad de los sentimientos, y de ahí las controversias, disensiones y
querellas, como las que estallaron en la Iglesia en la época más próxima a su
origen: He aquí por qué escribía San Ireneo, hablando de los herejes:
«Confiesan las Escrituras, pero pervierten su interpretación»(34). Y San
Agustín: «El origen de las herejías y de los dogmas perversos, que tienden
lazos a las almas y las precipitan en el abismo, está únicamente en que las
Escrituras, que son buenas, se entienden de una manera que no es buena»(35).
El Magisterio de los
apóstoles y sus sucesores
13. Para unir los espíritus,
para crear y conservar la concordia de los sentimientos, era necesario, además
de la existencia de las Sagradas Escrituras, otro principio. La
sabiduría divina lo exige, pues Dios no ha podido querer la unidad de la fe sin
proveer de un modo conveniente a la conservación de esta unidad, y las mismas
Sagradas Escrituras indican claramente que lo ha hecho, como lo diremos más
adelante. Ciertamente, el poder infinito de Dios no está ligado ni constreñido
a ningún medio determinado, y toda criatura le obedece como un dócíl
instrumento. Es, pues, preciso buscar, entre todos los medios de que disponía
Jesucristo, cuál es el principio de unidad en la fe que quiso establecer.
Para esto hay que remontarse
con el pensamiento a los primeros orígenes del cristianismo. Los hechos que
vamos a recordar están confirmados por las Sagradas Letras y son conocidos de
todos.
Jesucristo prueba, por la
virtud de sus milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para
instruirle en las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe
a sus enseñanzas; lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas.
«Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis»(36).
«Si no hubiese hecho entre
ellos obras que ningún otro ha hecho no habrían pecado»(37). «Pero si yo hago
esas obras y no queréis creer en mí, creed en mis obras»(38). Todo lo que
ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento de espíritu que
exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que escuchaban a
Jesús, si querían salvarse, tenían el deber no sólo de aceptar en general toda
su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba.
Negarse a creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios cuando habla es
contrario a la razón.
14. A1 punto de volverse al
cielo, envía a sus apóstoles revistiéndolos del mismo poder con el que el Padre
le enviara, les ordenó que esparcieran y sembraran por todo el mundo su doctrina.
«Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra. Id y enseñad a todas
las naciones... enseñadles a observar todo lo que os he mandado»(39). Todos los
que obedezcan a los apóstoles serán salvos, y los que no obedezcan perecerán.
«Quien crea y sea bautizado
será salvo; quien no crea será condenado(40). Y como conviene soberaranamente a
la Providencia divina no encargar a alguno de una misión, sobre todo si es
importante y de gran valor, sin darle al mismo tiempo los medios de cumplirla,
Jesucristo promete enviar a sus discípulos el Espíritu de verdad, que
permanecerá con ellos eternamente. «Si me voy, os lo enviaré (al Paráclito)...
y cuando este Espírítu de verdad venga sobre vosotros, os enseñará toda la
verdad»(41). «Y yo rogaré a mi Padre, y El os enviará otro Paráclito para que
viva siempre con vosotros; éste será el Espíritu de verdad»(42). «El os dará
testimonio de mí, y vosotros también daréis testimonio»(43).
Además, ordenó aceptar
religiosamente y observar santamente la doctrina de los apóstoles como la suya
propia. «Quien os escucha me escucha, y quien os desprecia me desprecia»(44).
Los apóstoles, pues, fueron
enviados por Jesucristo de la misma manera que El fue enviado por su
Padre: «Como mi Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros»(45). Por
consiguiente, así como los apóstoles y los discípulos estaban obligados a
someterse a la palabra de Cristo, la misma fe debía ser otorgada a la palabra
de los apóstoles por todos aquellos a quienes instruían los apóstoles en virtud
del mandato divino. No era, pues, permitido repudiar un solo precepto de la
doctrina de los apóstoles sin rechazar en aquel punto la doctrina del mismo
Jesucristo.
Seguramente la palabra de los
apóstoles después de haber descendido a ellos el Espíritu Santo, resonó hasta
los lugares más apartados.
Donde ponían el pie se
presentaban como los enviados de Jesús. «Es por El (Jesucristo) por quien hemos
recibido la gracia y el apostolado para hacer que obedezcan a la fe, para
gloria de su nombre en todas las naciones»(46). Y en todas partes Dios hacía
resplandecer bajo sus pasos la divinidad de su misión por prodigios. «Y
habiendo partido, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba con ellos y
confirmaba su palabra por los milagros que la acompañaban»(47).
¿De qué palabra se trata? De
aquella, evidentemente, que abraza todo lo que habían aprendido de su Maestro,
pues ellos daban testimonio públicamente y a la luz del sol de que les era
imposible callar nada de lo que habían visto y oído.
15. Pero, ya lo hemos dicho, la
misión de los apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las
personas de los apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una misión
pública e instituida para la salvación del género humano. Jesucristo, en
efecto, ordenó a los apóstoles que predicasen «el Evangelio a todas las
gentes», y que «llevasen su nombre delante de los pueblos y de los reyes», y
que le sirviesen de testigos hasta en las extremidades de la tierra.
Y en cumplimiento de esta gran
misión les prometió estar con ellos, y esto no por algunos años, o algunos
periodos de años, sino por todos los tiempos, «hasta la consumación de los
siglos». Acerca de esto escribe San Jerónimo: «Quien promete estar con sus
discípulos hasta la consumación de los siglos, muestra con esto que sus
discípulos vivirán siempre, y que El mismo no cesará de estar con los
creyentes»(48).
¿Y cómo había de suceder esto
únicamente con los apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley
suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que el
magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los límites de
la vida de los apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en realidad, vemos que
se ha transmitido y ha pasado como de mano en mano en la sucesión de los
tiempos.
16. Los apóstoles, en efecto,
consagraron a los obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus
sucesores inmediatos en el «ministerio de la palabra». Pero no fue esto solo:
ordenaron a sus sucesores que escogieran hombres propios para esta función y
que les revistieran de la misma autoridad y les confiasen a su vez el cargo de
enseñar.
«Tú, pues, hijo mío,
fortifícate en la gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí
delante de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean
capaces de instruir en ello a los otros»(49). Es, pues, verdad que, así como
Jesucristo fue enviado por Dios y los apóstoles por Jesucristo, del mismo modo
los obispos y todos los que sucedieron a los apóstoles fueron enviados por los
apóstoles.
«Los apóstoles nos han
predicado el Evangelio enviados por nuestro Señor Jesucristo, y Jesucristo fue
enviado por Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los apóstoles es la
de Cristo, y ambas han sido instituidas según el orden y por la voluntad de
Dios... Los apóstoles predicaban el Evangelio por naciones y ciudades; y
después de haber examinado, según el espíritu de Dios, a los que eran las
primicias de aquellas cristiandades, establecieron los obispos y los
diáconos para gobernar a los que habían de creer en lo sucesivo... Instituyeron
a los que acabamos de citar, y más tarde tomaron sus disposiciones para que,
cuando aquéllos murieran, otros hombres probados les sucedieran en su
ministerio»(50).
Es, pues, necesario que de una
manera permanente subsista, de una parte, la misión constante e inmutable de
enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y de otra, la obligación constante
e inmutable de aceptar y de profesar toda la doctrina así enseñada. San
Cipriano lo expresa de un modo excelente en estos términos: «Cuando
nuestro Señor Jesucristo, en el Evangelio, declara que aquellos que no están
con El son sus enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia
como a sus adversarios a todos aquellos que no están enteramente con El, y que
no recogiendo con El ponen en dispersión su rebaño: El que no está conmigo —dijo— está
contra mí, y el que no recoge conmigo esparce»(51).
17. Penetrada plenamente de
estos principios, y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto
ardor ni procurado con tanto esfuerzo cómo conservar del modo más perfecto la
integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha lanzado
de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su
doctrina.
Los arrianos, los montanistas,
los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron,
seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin
embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la
Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas
erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. «Nada
es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la
integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen
la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición
dominical, después apostólica»(52).
Tal ha sido constantemente la
costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres,
que siempre han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la
Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina enseñada por
el magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín, Teodoreto, han mencionado
un gran número de herejías de su tiempo. San Agustín hace notar que otras
clases de herejías pueden desarrollarse, y que, si alguno se adhiere a una sola
de ellas, por ese mismo hecho se separa de la unidad católica.
«De que alguno diga que no cree
en esos errores (esto es, las herejías que acaba de enumerar), no se sigue que
deba creerse y decirse cristiano católico. Pues puede haber y pueden surgir
otras herejías que no están mencionadas en esta obra, y cualquiera que abrazase
una sola de ellas cesaría de ser cristiano católico»(53).
18. Este medio, instituido por
Dios para conservar la unidad de la fe, de que Nos hablamos, está expuesto con
insistencia por San Pablo en su epístola a los de Efeso, al exhortarles, en
primer término, a conservar la armonía de los corazones. «Aplicaos a conservar
la unidad del espíritu por el vínculo de la paz»(54); y como los corazones no
pueden estar plenamente unidos por la caridad si los espíritus no están
conformes en la fe, quiere que no haya entre todos ellos más que una misma fe.
«Un solo Señor y una sola fe».
Y quiere una unidad tan
perfecta que excluya todo peligro de error, «a fin de que no seamos como niños
vacilantes llevados de un lado a otro a todo viento de doctrina por la
malignidad de los hombres, por la astucia que arrastra a los lazos del error».
Y enseña que esta regla debe ser observada no durante un periodo de tiempo
determinado, sino «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, en la medida
de los tiempos de la plenitud de Cristo». Pero ¿dónde ha puesto Jesucristo el
principio que debe establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla?
Helo aquí: «Ha hecho a unos apóstoles, a otros pastores y doctores para la
perfección de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del
Cuerpo de Cristo».
19. Esta es también la regla
que desde la antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han
defendido los Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: «Cuantas veces nos
muestran los herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano da su
asentimiento y su fe, parecen decir: En nosotros está la palabra de la verdad.
Pero no debemos creerlos ni apartarnos de la primitiva tradición eclesiástica,
ni creer otra cosa que lo que las Iglesias de Dios nos han enseñado por la
tradición sucesiva»(55).
Escuchad a San Ireneo: «La
verdadera sabiduría es la doctrina de los apóstoles... que ha llegado hasta
nosotros por la sucesión de los obispos... al transmitirnos el conocimiento muy
completo de las Escrituras, conservado sin alteración»(56).
He aquí lo que dice Tertuliano:
«Es evidente que toda doctrina, conforme con las de las Iglesias apostólicas,
madres y fuentes primitivas de la fe, debe ser declarada verdadera; pues que
ella guarda sin duda lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles; los
apóstoles, de Cristo; Cristo, de Dios... Nosotros estamos siempre en comunión
con las Iglesias apostólicas; ninguna tiene diferente doctrina; éste es el
mayor testimonio de la verdad»(57).
Y San Hilario: «Cristo, sentado
en la barca para enseñar, nos hace entender que los que están fuera de la
Iglesia no pueden tener ninguna inteligencia con la palabra divina. Pues la
barca representa a la Iglesia, en la que sólo el Verbo de verdad reside y se
hace escuchar, y los que están fuera de ella y fuera permanecen, estériles e
inútiles como la arena de la ribera, no pueden comprenderle»(58).
Rufino alaba a San Gregorio
Nacianceno y a San Basilio porque «se entregaban únicamente al estudio de los
libros de la Escritura Santa, sin tener la presunción de pedir su
interpretación a sus propios pensamientos, sino que la buscaban en los escritos
y en la autoridad de los antiguos, que, a su vez, según era evidente,
recibieron de la sucesión apostólica la regla de su interpretación»(59).
Integridad del depósito
de la fe
20. Es, pues, incontestable,
después de lo que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un
magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad,
revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy
severamente lo ordenó, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen
recibidas como las suyas propias. Cuantas veces, por lo tanto, declare la
palabra de ese magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la
doctrina divinamente revelada, cada cual debe creer con certidumbre que eso es
verdad; pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría de ello, lo cual
es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los
hombres. «Señor, si estamos en el error, vos mismo nos habéis engañado» (60).
Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿puede ser permitido a nadie rechazar
alguna de esas verdades sin precipitarse abiertamente en la herejía, sin
separarse de la Iglesia y sin repudiar en conjunto toda la doctrina cristiana?
Pues tal es la naturaleza de la
fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de creer aquello. La
Iglesia profesa efectivamente que la fe es «una virtud sobrenatural por la que,
bajo la inspiración y con el auxilio de la gracia de Dios, creemos que lo que
nos ha sido revelado por El es verdadero; y lo creemos no a causa de la verdad
intrínseca de las cosas, vista con la luz natural de nuestra razón,sino a causa
de la autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades y que no puede
engañarse ni engañarnos»(61).
«Si hay, pues, un punto que
haya sido revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos
en nada de la fe divina». Pues el juicio que emite Santiago respecto de las
faltas en el orden moral hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el
orden de la fe. «Quien se hace culpado en un solo punto, se hace transgresor de
todos»(62). Esto es aún más verdadero en los errores del entendimiento. No es,
en efecto, en el sentido más propio como pueda llamarse transgresor de toda la
ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si puede aparecer
despreciando a la majestad de Dios, autor de toda la ley, ese desprecio no
aparece sino por una suerte de interpretación de la voluntad del pecador. Al
contrario, quien en un solo punto rehúsa su asentimiento a las verdades
divinamente reveladas, realmente abdica de toda la fe, pues rehúsa someterse a
Dios en cuanto a que es la soberana verdad y el motivo propio de la fe. «En
muchos puntos están conmigo, en otros solamente no están conmigo; pero a causa de
esos puntos en los que no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en
todo lo demás»(63).
Nada es más justo; porque
aquellos que no toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan
en su propio juicio y no en la fe, y al rehusar «reducir a servidumbre toda
inteligencia bajo la obediencia de Cristo(64) obedecen en realidad a sí mismos
antes que a Dios. «Vosotros, que en el Evangelio creéis lo que os agrada y os
negáis a creer lo que os desagrada, creéis en vosotros mismos mucho más que en
el Evangelio»(65).
21. Los Padres del concilio
Vaticano I nada dictaron de nuevo, pues sólo se conformaron con la institución
divina y con la antigua y constante doctrina de la Iglesia y con la naturaleza
misma de la fe cuando formularon este decreto: «Se deben creer como de fe divina
y católica todas las verdades que están contenidas en la palabra de Dios
escrita o transmitida por la tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio
solemne o por su magisterio ordinario y universal, propone como divinamente
revelada»(66).
Siendo evidente que Dios quiere
de una manera absoluta en su Iglesia la unidad de la fe, y estando demostrado
de qué naturaleza ha querido que fuese esa unidad, y por qué principio ha
decretado asegurar su conservación, séanos permitido dirigirnos a todos
aquellos que no han resuelto cerrar los oídos a la verdad y decirles con San
Agustín: «Pues que vemos en ellos un gran socorro de Dios y tanto provecho y
utilidad, ¿dudaremos en acogernos en el seno de esta Iglesia que, según la
confesión del género humano, tiene en la Sede Apostólica y ha guardado por la
sucesión de sus obispos la autoridad suprema, a despecho de los clamores de los
herejes que la asedian y han sido condenados, ya por el juicio del pueblo, ya
por las solemnes decisiones de los concilios, o por la majestad de los
milagros? No querer darle el primer lugar es seguramente producto de una
soberana impiedad o de una arrogancia desesperada. Y si toda ciencia, aun la
más humilde y fácil, exige, para ser adquirida, el auxilio de un doctor o de un
maestro, ¿puédese imaginar un orgullo más temerario, tratándose de libros de
los divinos misterios, negarse a recibirlo de boca de sus intérpretes y sin
conocerlos querer condenarlos?»(67).
Fe y vida cristiana
22. Es, pues, sin duda deber de
la Iglesia conservar y propagar la doctrina cristiana en toda su integridad y
pureza. Pero su papel no se limita a eso, y el fin mismo para el que la Iglesia
fue instituida no se agotó con esta primera obligación. En efecto, por la salud
del género humano se sacrificó Jesucristo, y a este fin refirió todas sus
enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la
verdad de la doctrina fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero
este designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola;
es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de
piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la participación de
los sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la
disciplina.
Todo esto debe encontrarse en
la Iglesia, pues está encargada de continuar hasta el fin de los siglos las
funciones del Salvador; la religión que, por la voluntad de Dios, en cierto
modo toma cuerpo en ella es la Iglesia sola quien la ofrece en
toda su plenitud y perfección; e igualmente todos los medios de salvacíón que,
en el plan ordinario de la Providencia, son necesarios a los hombres, sólo ella
es quien los procura.
Unidad de régimen
23. Pero así como la doctrina
celestial no ha estado nunca abandonada al capricho o al juicio individual de
los hombres, sino que ha sido primeramente enseñada por Jesús, después confiada
exclusivamente al magisterio de que hemos hablado, tampoco al primero que llega
entre el pueblo cristiano, sino a ciertos hombres escogidos ha sido dada por
Dios la facultad de cumplir y administrar los divinos misterios y el poder de
mandar y de gobernar.
Sólo a los apóstoles y a sus
legítimos sucesores se refieren estas palabras de Jesucristo: «Id por todo el
mundo y predicad el Evangelio... bautizad a los hombres... haced esto en
memoria mía... A quien remitierais los pecados le serán remitidos». Del mismo
modo, sólo a los apóstoles y a sus legítimos sucesores se les ordenó apacentar
el rebaño, esto es, gobernar con autoridad al pueblo cristiano, que por este
mandato quedó obligado a prestarles obediencia y sumisión. El conjunto de todas
estas funciones del ministerio apostólico está comprendido en estas palabras de
San Pablo: «Que los hombres nos miren como a ministros de Cristo y
dispensadores de los misterios de Dios»(68).
De este modo, Jesucristo llamó
a todos los hombres sin excepción, a los que existían en su tiempo y a los que
debían de existir en adelante, para que le siguiesen como a Jefe y Salvador, y
no aislada e individualmente, sino todos en conjunto, unidos en una asociación
de personas, de corazones, para que de esta multitud resultase un solo pueblo,
legítimamente constituido en sociedad; un pueblo verdaderamente uno por la
comunidad de fe, de fin y de medios apropiados a éste; un pueblo sometido a un
solo y mismo poder.
De hecho, todos los principios
naturales que entre los hombres crean espontáneamente la sociedad destinada a
proporcionarles la perfección de que su naturaleza es capaz, fueron establecidos
por Jesucristo en la Iglesia, de modo que, en su seno, todos los que quieran
ser hijos adoptivos de Dios pueden llegar a la perfección conveniente a su
dignidad y conservarla, y así lograr su salvación. La Iglesia, pues, como ya
hemos indicado, debe servir a los hombres de guía en el camino del cielo, y
Dios le ha dado la misión de juzgar y de decidir por sí misma de todo lo que
atañe a la religión, y de administrar, según su voluntad, libremente y sin
cortapisas de ningún género, los intereses cristianos.
24. Es, por lo tanto, no
conocerla bien o calumniarla injustamente el acusarla de querer invadir el
dominio propio de la sociedad civil o de poner trabas a los derechos de los
soberanos. Todo lo contrario; Dios ha hecho de la Iglesia la más excelente de
todas las sociedades, pues el fin a que se dirige sobrepuja en nobleza al fin
de las demás sociedades, tanto como la gracia divina sobrepuja a la naturaleza
y los bienes inmortales son superiores a las cosas perecederas.
Por su origen es, pues, la Iglesia
una sociedad divina; por su fin y por los medios inmediatos que la
conducen es sobrenatural; por los miembros de que se compone,
y que son hombres, es una sociedad humana. Por esto la vemos
designada en las Sagradas Escrituras con los nombres que convienen a una
sociedad perfecta. Llámasela no solamente Casa de Dios, la Ciudad colocada
sobre la montaña y donde todas las naciones deben reunirse, sino también Rebaño
que debe gobernar un solo pastor y en el que deben refugiarse todas las ovejas
de Cristo; también es llamada Reino suscitadopor Dios y que durará eternamente;
en fin, Cuerpo de Cristo, Cuerpo místico, sin duda, pero vivo siempre,
perfectamente formado y compuesto de gran número de miembros, cuya función es
diferente, pero ligados entre sí y unidos bajo el imperio de la Cabeza, que
todo lo dirige.
Y pues es imposible imaginar
una sociedad humana verdadera y perfecta que no esté gobernada por un poder
soberano cualquiera, Jesucristo debe haber puesto a la cabeza de la Iglesia un
jefe supremo, a quien toda la multitud de los cristianos fuese sometida y
obediente. Por esto también, del mismo modo que la Iglesia, para ser una en su
calidad de reunión de los fieles, requiere necesariamente la unidad
de la fe, también para ser una en cuanto a su condición de sociedad divinamente
constituida ha de tener de derecho divino la unidad de gobierno,
que produce y comprende la unidad de comunión. «La unidad de la
Iglesia debe ser considerada bajo dos aspectos: primero, el de la conexión
mutua de los miembros de la Iglesia o la comunicación que entre ellos existe, y
en segundo lugar, el del orden, que liga a todos los miembros de la Iglesia a
un solo jefe(69).
Por aquí se puede comprender
que los hombres no se separan menos de la unidad de la Iglesia por el cisma que
por la herejía. «Se señala como diferencia entre la herejía y el cisma que la
herejía profesa un dogma corrompido, y el cisma, consecuencia de una disensión
entre el episcopado, se separa de la Iglesia»(70).
Estas palabras concuerdan con
las de San Juan Crisóstomo sobre el mismo asunto: «Digo y protesto que dividir
a la Iglesia no es menor mal que caer en la herejía»(71). Por esto, si ninguna
herejía puede ser legítima, tampoco hay cisma que pueda mirarse como promovido
por un buen derecho. «Nada es más grave que el sacrilegio del cisma: no hay
necesidad legítima de romper la unidad»(72).
El Primado de Pedro
25. ¿Y cuál es el poder
soberano a que todos los cristianos deben obedecer y cuál es su naturaleza?
Sólo puede determinarse comprobando y conociendo bien la voluntad de Cristo
acerca de este punto. Seguramente Cristo es el Rey eterno, y eternamente, desde
lo alto del cielo, continúa dirigiendo y protegiendo invisiblemente su reino;
pero como ha querido que este reino fuera visible, ha debido designar a alguien
que ocupe su lugar en la tierra después que él mismo subió a los cielos.
«Si alguno dice que el único
jefe y el único pastor es Jesucristo, que es el único esposo de la Iglesia
única, esta respuesta no es suficiente. Es cierto, en efecto, que el mismo
Jesucristo obra los sacramentos en la Iglesia. El es quien bautiza, quien remite
los pecados; es el verdadero Sacerdote que se ofrece sobre el altar de la cruz
y por su virtud se consagra todos los días su cuerpo sobre el altar, y, no
obstante, como no debía permanecer con todos los fieles por su presencia
corpórea, escogió ministros por cuyo medio pudieran dispensarse a los fieles
los sacramentos de que acabamos de hablar, como lo hemos dicho más arriba
(c.74). Del mismo modo, porque debía sustraer a la Iglesia su presencia
corporal, fue preciso que designara a alguien para que, en su lugar, cuidase de
la Iglesia universal. Por eso dijo a Pedro antes de su ascensión:
"Apacienta mis ovejas"»(73).
26. Jesucristo, pues, dio a
Pedro a la Iglesia por jefe soberano, y estableció que este poder, ínstituido
hasta el fin de los siglos para la salvación de todos, pasase por herencia
a los sucesores de Pedro, en los que el mismo Pedro se sobreviviría
perpetuamente por su autoridad. Seguramente al bienaventurado Pedro, y fuera de
él a ningún otro, se hizo esta insigne promesa: «Tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia»(74). «Es a Pedro a quien el Señor habló; a uno
solo, a fin de fundar 1a unidad por uno solo»(75).
«En efecto, sin ningún otro
preámbulo, designa por su nombre al padre del apóstol y al apóstol mismo (Tú
eres bienaventurado, Simón, hijo de Jonás), y no permitiendo ya que se le llame
Simón, reivindica para él en adelante como suyo en virtud de su poder, y quiere
por una imagen muy apropiada que así se llame al nombre de Pedro, porque es la
piedra sobre la que debía fundar su Iglesia»(76).
Según este oráculo, es evidente
que, por voluntad y orden de Dios, la Iglesia está establecida sobre el
bienaventurado Pedro, como el edificio sobre los cimientos. Y pues la
naturaleza y la virtud propia de los cimientos es dar cohesión al edificio por
la conexión íntima de sus diferentes partes y servir de vínculo necesario para
la seguridad y solidez de toda la obra, si el cimiento desaparece, todo el
edificio se derrumba. El papel de Pedro es, pues, el de soportar a la Iglesia y
mantener en ella la conexión y la solidez de una cohesión indisoluble. Pero
¿cómo podría desempeñar ese papel si no tuviera el poder de mandar, defender y
juzgar; en una palabra: un poder de jurisdicción propio y verdadero? Es
evidente que los Estados y las sociedades no pueden subsistir sin un poder de
jurisdicción. Una primacía de honor, o el poder tan modesto de aconsejar y
advertir que se llama poder de dirección, son incapaces de prestar a ninguna
sociedad humana un elemento eficaz de unidad y de solidez.
27. Por el contrario, el
verdadero poder de que hablamos está declarado y afirmado con estas palabras:
«Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella».
«¿Qué es decir contra ella? ¿Es
contra la piedra sobre la que Jesucristo edificó su Iglesia? ¿Es contra la
Iglesia? La frase resulta ambigua. ¿Será para significar que la piedra y la
Iglesia no son sino una misma cosa? Sí; eso es, a lo que creo, la verdad; pues
las puertas del infierno no prevalecerán ni contra la piedra sobre la que
Jesucristo fundó la Iglesia, ni contra la Iglesia misma»(77). He aquí el
alcance de esta divina palabra: La Iglesia apoyada en Pedro, cualquiera que sea
la habilidad que desplieguen sus enemigos, no podrá sucumbir jamás ni
desfallecer en lo más mínimo.
«Siendo la Iglesia el edificio
de Cristo, quien sabiamente ha edificado su casa sobre piedra, no puede estar
sometida a las puertas del infierno; éstas pueden prevalecer contra quien se
encuentre fuera de la piedra, fuera de la Iglesia, pero son impotentes contra
ésta»(78). Si Dios ha confiado su Iglesia a Pedro, ha sido con el fin de que
ese sostén invisible la conserve siempre en toda su integridad. La ha investido
de la autoridad, porque para sostener real y eficazmente una sociedad humana,
el derecho de mandar es indispensable a quien la sostiene.
28. Jesús añade aún: «Y te daré
las llaves del reino de los cielos», y es claro que continúa hablando de la
Iglesia, de esta Iglesia que acaba de llamar suya y que ha declarado querer
edificar sobre Pedro como sobre su fundamento. La Iglesia ofrece, en efecto, la
imagen no sólo de un edificio, sino de un reino; y además nadie ignora que las
llaves son la insignia ordinaria de la autoridad. Así, cuando Jesús promete dar
a Pedro las llaves del reino de los cielos, promete darle el poder y la
autoridad de la Iglesia. «El Hijo le ha dado (a Pedro) la misión de esparcir en
el mundo entero el conocimiento del Padre y del Hijo y ha dado a un hombre
mortal todo el poder de los cielos al confiar las llaves a Pedro, que ha
extendido la Iglesia hasta las extremidades del mundo y que la ha mostrado
más inquebrantable que el cielo»(79).
29. Lo que sigue tiene también
el mismo sentido: «Todo lo que atares en la tierra será también atado en
el cielo, y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo». Esta
expresión figurada: atar y desatar, designa el poder de establecer leyes y el
de juzgar y castigar. Y Jesucristo afirma que ese poder tendrá tanta extensión
y tal eficacia, que todos los decretos dados por Pedro serán ratificados por Dios.
Este poder es, pues, soberano y de todo punto independiente, porque no hay
sobre la tierra otro poder superior al suyo que abrace a toda la Iglesia y a
todo lo que está confiado a la Iglesia.
30. La promesa hecha a Pedro
fue cumplida cuando Jesucristo nuestro Señor, después de su resurrección,
habiendo preguntado por tres veces a Pedro si le amaba más que los otros, le
dijo en tono imperativo: «Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas»(80).
Es decir, que a todos los que
deben estar un día en su aprisco les envía a Pedro como a su verdadero pastor.
«Si el Señor pregunta lo que no le ofrece duda, no quiere, indudablemente,
instruirse, sino instruir a quien, a punto de subir al cielo, nos dejaba por
Vicario de su amor... Y porque sólo entre todos Pedro profesaba este amor, es
puesto a la cabeza de los más perfectos para gobernarlos, por ser él mismo más
perfecto»(81). El deber y el oficio del pastor es guiar al rebaño, velar por su
salud, procurándole pastos saludables, librándole de los peligros, descubriendo
los lazos y rechazando los ataques violentos; en una palabra: ejerciendo la
autoridad del gobierno. Y pues Pedro ha sido propuesto como pastor al rebaño de
fieles, ha recibido el poder de gobernar a todos los hombres, por cuya
salvación Jesucristo dio su sangre «¿Y por qué vertió su sangre? Para rescatar
a esas ovejas que ha confiado a Pedro y a sus sucesores»(82).
31. Y porque es necesario que
todos los cristianos estén unidos entre sí por la comunidad de una fe
inmutable, nuestro Señor Jesucristo, por la virtud de sus oraciones, obtuvo
para Pedro que en el ejercicio de su poder no desfalleciera jamás su fe. «He
orado por ti a fin de que tu fe no desfallezca»(83).
Y le ordenó además que, cuantas
veces lo pidieran las circunstancias, comunicase a sus hermanos la luz y la
energía de su alma: «Confirma a tus hermanos»(84). Aquel, pues, a quien,
designado como fundamento de la Iglesia, quiere que sea columna de la fe. Pues
que de su propia autoridad le dio el reino, no podía afirmar su fe de otro modo
que llamándole Piedra y designándole como el fundamento que debía afirmar su
Iglesia(83).
Soberanía de Cristo
32. De aquí que ciertos nombres
que designan muy grandes cosas y que «pertenecen en propiedad a Jesucristo en
virtud de su poder, Jesús mismo ha querido hacerlas comunes a El y a Pedro por
participación(86), a fin de que la comunidad de títulos manifestase la
comunidad del poder. Así, El, que es la piedra principal del ángulo sobre la
que todo el edificio construido se eleva como un templo sagrado en el
Señor»(87), ha establecido a Pedro como la piedra sobre la que
debía estar apoyada su Iglesia. «Cuando dice: Tú eres la piedra, esta palabra
le confiere un hermoso título de nobleza. Y, sin embargo, es la piedra, no como
Cristo es la piedra, sino como Pedro puede ser la piedra. Cristo es
esencialmente la piedra inquebrantable, y por ésta es por quien Pedro es la
piedra. Porque Cristo comunica sus dignidades sin empobrecerse... Es sacerdote
y hace sacerdotes... Es piedra y hace de su apóstol la piedra»(88).
Es, además, el Rey de la
Iglesia, «que posee la llave de David; cierra, y nadie puede abrir; abre, y
nadie puede cerrar»(89), y por eso, al dar las llaves a Pedro, le declara
jefe de la sociedad cristiana. Es también el Pastor supremo, que a sí mismo se
llama el Buen Pastor(90), y por eso también ha nombrado a Pedro pastor de sus
corderos y ovejas. Por esto dice San Crisóstomo:
«Era el principal entre los
apóstoles, era como la boca de los otros discípulos y la cabeza del cuerpo
apostólico... Jesús, al decirle que debe tener en adelante confianza, porque la
mancha de su negación está ya borrada, le confía el gobierno de sus hermanos.
Si tú me amas, sé jefe de tus hermanos»(91). Finalmente, aquel que confirma «en
toda buena obra y en toda buena palabra»(92) es quien manda a Pedro que
confirme a sus hermanos.
San León el Grande dice con
razón: «Del seno del mundo entero, Pedro sólo ha sido elegido para ser puesto a
la cabeza de todas las naciones llamadas, de todos los apóstoles, de todos los
Padres de la Iglesia; de tal suerte que, aunque haya en el pueblo de Dios
muchos pastores, Pedro, sin embargo, rige propiamente a todos los que son
principalmente regidos por Cristo»(93). Sobre el mismo asunto escribe San
Gregorio el Grande al emperador Mauricio Augusto: «Para todos los que conocen
el Evangelio, es evidente que, por la palabra del Señor, el cuidado de toda la
Iglesia ha sido confiado al santo apóstol Pedro, jefe de todos los apóstoles...
Ha recibido las llaves del reino de los cielos, el poder de atar y desatar le
ha sido concedido, y el cuidado y el gobierno de toda la Iglesia le ha sido
confiado»(94).
Los sucesores de Pedro
33. Y pues esta autoridad, al
formar parte de la constitución y de la organización de la Iglesia como su
elemento principal, es el principio de la unidad, el fundamento de la seguridad
y de la duración perpetua, se sigue que de ninguna manera puede desaparecer con
el bienaventurado Pedro, sino quedebía necesariamente pasar a sus sucesores y
ser transmitida de uno a otro. «La disposición de la verdad permanece, pues el
bienaventurado Pedro, perseverando en la firmeza de la piedra, cuya virtud ha
recibido, no puede dejar el timón de la Iglesia, puesto en su mano»(95).
Por esto los Pontífices, que
suceden a Pedro en el episcopado romano, poseen de derecho divino el poder
supremo de la Iglesia. «Nos definimos que la Santa Sede Apostólica y el
Pontífice Romano poseen la primacía sobre el mundo entero, y que el Pontífice
Romano es el sucesor del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y que
es el verdadero Vicario de Jesucristo, el Jefe de toda la Iglesia, el Padre y
el Doctor de todos los cristianos, y que a él, en la persona del bienaventurado
Pedro, ha sido dado por nuestro Señor Jesucristo el pleno poder de apacentar,
regir y gobernar la Iglesia universal; así como está contenido tanto en las
actas de los concilios ecuménicos como en los sagrados cánones»(96). El cuarto
concilio de Letrán dice también: «La Iglesia romana..., por la disposición del
Señor, posee el principado del poder ordinario sobre las demás Iglesias, en su
cualidad de madre y maestra de todos los fieles de Cristo».
34. Tal había sido antes el
sentimiento unánime de la antigüedad, que sin la menor duda ha mirado y
venerado a los Obispos de Roma como a los sucesores legítimos del
bienaventurado Pedro. ¿Quién podrá ignorar cuán numerosos y cuán claros son
acerca de este punto los testimonios de los Santos Padres? Bien elocuente es el
de San Ireneo, que habla así de la Iglesia romana: «A esta Iglesia, por su
preeminencia superior, debe necesariamente reunirse toda la Iglesia»(97).
San Cipriano afirma también de
la Iglesia romana que es «la raíz y madre de la Iglesia católica(98), la
Cátedra de Pedro y la Iglesia principal, aquella de donde ha nacido la unidad
sacerdotal»(99). La llama «Catédra de Pedro», porque está ocupada por el
sucesor de Pedro; «Iglesia principal», a causa del principado conferido a Pedro
y a sus legítimos sucesores; «aquella de donde ha nacido la unidad», porque, en
la sociedad cristiana, la causa eficiente de la unidad es la Iglesia romana.
Por esto San Jerónimo escribe
lo que sigue a Dámaso: «Hablo al sucesor del Pescador y al discípulo de la
Cruz... Estoy ligado por la comunión a Vuestra Beatitud, es decir, a la Cátedra
de Pedro. Sé que sobre esa piedra se ha edificado la Iglesia»(100).
El método habitual de San
Jerónimo para reconocer si un hombre es católico es saber si está unido a la
Cátedra romana de Pedro. «Si alguno está unido a la Cátedra romana de Pedro,
ése es mi hombre»(101). Por un método análogo, San Agustín declara abiertamente
que en la Iglesia romana está siempre contenido lo principal de la Cátedra
apostólica(102), y afirma que quien se separa de la fe romana no es católico.
«No puede creerse que guardáis la fe católica los que no enseñáis que se debe
guardar la fe romana»(103).
Y lo mismo San Cipriano: «Estar
an comunión con Cornelio es estan en comunión con la Iglesia católica»(104).
El abad Máximo enseña
igualmente que el sello de la verdadera fe y de la verdadera comunión consiste
en estar sometido al Pontífice Romano. «Quien no quiera ser hereje ni sentar
plaza de tal no trate de satisfacer a éste ni al otro... Apresúrese a
satisfacer en todo a la Sede de Roma. Satisfecha la Sede de Roma, en todas
partes y a una sola voz le proclamarán pío y ortodoxo. Y el que de ello quiera
estar persuadido, será en vano que se contente con hablar si no satisface y si
no implora .al bienaventurado Papa de la santísima Iglesia de los Romanos, esto
es, la Sede apostólica». Y he aquí, según él, la causa y la explicación de este
hecho... La Iglesia romana ha recibido del Verbo de Dios encarnado, y según los
santos concilios, según los santos cánones y las definiciones posee, sobre la
universalidad de las santas Iglesias de Dios que existen sobre la superficie de
la tierra, el imperio y la autoridad, en todo y por todo, y el poder de atar y
desatar. Pues cuando ella ata y desata, el Verbo, que manda a las virtudes
celestiales, ata y desata también en el cielo(105).
35. Era esto, pues, un artículo
de la fe cristiana; era un punto reconocido y observado constantemente, no por
una nación o por un siglo, sino por todos los siglos, y por Oriente no menos
que por Occidente, conforme recordaba el sínodo de Efeso, sin levantar la menor
contradicción el sacerdote Felipe, legado del Pontífice Romano: «No es dudoso para
nadie y es cosa conocida en todos los tiempos que el Santo y bienaventurado
Pedro, Príncipe y Jefe de los apóstoles, columna de la fe y fundamento de la
Iglesia católica, recibió de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del
género humano, las Ilaves del reino, y que el poder de atar y desatar los
pecados fue dado a ese mismo apóstol, quien hasta el presente momento y siempre
vive en sus sucesores y ejerce por medio de ellos su autoridad»(106). Todo el
mundo conoce la sentencia del concilio de Calcedonia sobre el mismo asunto:
«Pedro ha hablado... por boca de León», sentencia a la que la voz del tercer
concilio de Constantinopla respondió como un eco: «El soberano Príncipe de los
apóstoles combatía al lado nuestro, pues tenemos en nuestro favor su imitador y
su sucesor en su Sede... No se veía al exterior (mientras se leía la carta del
Pontífice Romano) más que el papel y la tinta, y era Pedro quien hablaba por
boca de Agatón»(107). En la fórmula de profesión de fe católica, propuesta en
términos precisos por Hormisdas en los comienzos del siglo VI y suscrita por el
emperador Justiniano y los patriarcas Epifanio, Juan y Mennas, se expresó el
mismo pensamiento con gran vigor: «Como la sentencia de nuestro Señor
Jesucristo, que dice: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia", no puede ser desatendida, lo que ha dicho está confirmado por
la realidad de los hechos, pues en la Sede Apostólica la religión católica se
ha conservado sin ninguna mancha»(108).
No queremos enumerar todos los
testimonios; pero, no obstante, nos place recordar la fórmula con que Miguel
Paleólogo hizo su profesión de fe en el segundo concilio de Lyón: «La Santa
Iglesia romana posee también el soberano y pleno primado y principal sobre la
Iglesia católica universal, y reconoce con verdad y humildad haber recibido
este primado y principado con la plenitud del poder del Señor mismo, en la
persona del bienaventurado Pedro, príncipe o jefe de los apóstoles, y de quien
el Pontífice romano es el sucesor. Y por lo mismo que está encargado de
defender, antes que las demás, la verdad de la fe, también cuando se levantan
dificultades en puntos de fe, es a su juicio al que las demás deben
atenerse»(109).
El Colegio episcopal
36. De que el poder de Pedro y
de sus sucesores es pleno y soberano no se ha de deducir, sin embargo, que no
existen otros en la Iglesia. Quien ha establecido a Pedro como fundamento de la
Iglesia, también «ha escogido doce de sus discípulos, a los que dio el nombre
de apóstoles»(110). Así, del mismo modo que la autoridad de Pedro es
necesariamente permanente y perpetua en el Pontificado romano, también los
obispos, en su calidad de sucesores de los apóstoles, son los herederos del
poder ordinario de los apóstoles, de tal suerte que el orden episcopal forma
necesariamente parte de la constitución íntima de la Iglesia. Y aunque la
autoridad de los obispos no sea ni plena, ni universal, ni soberana, no debe
mirárselos como a simples Vicarios de los Pontífices romanos,
pues poseen una autoridad que les es propia, y llevan en toda verdad el nombre
de Prelados ordinarios de los pueblos que gobiernan.
37. Pero como el sucesor de
Pedro es único, mientras que los de los apóstoles son muy numerosos, conviene
estudiar qué vínculos, según la constitución divina, unen a estos últimos al
Pontífice Romano. Y desde luego la unión de los obispos con el sucesor de Pedro
es de una necesidad evidente y que no puede ofrecer la menor duda; pues si este
vínculo se desata, el pueblo cristiano mismo no es más que una multitud que se
disuelve y se disgrega, y no puede ya en modo alguno formar un solo cuerpo y un
solo rebaño. «La salud de la Iglesia depende de la dignidad del soberano
sacerdote: si no se atribuye a éste un poder aparte y sobre todos los demás
poderes, habrá en la Iglesia tantos cismas como sacerdotes»(111).
Por esto hay necesidad de hacer
aquí una advertencia importante. Nada ha sido conferido a los apóstoles
independientemente de Pedro; muchas cosas han sido conferidas a Pedro aislada e
independientemente de los apóstoles. San Juan Crisóstomo, explicando las
palabras de Jesucristo (Jn 21,15), se pregunta: «¿Por qué dejando a
un lado a los otros se dirige Cristo a Pedro?», y responde formalmente: «Porque
era el principal entre los apóstoles, como la boca de los demás discípulos y el
jefe del cuerpo apostólico»(112). Sólo él, en efecto, fue designado por Cristo
para fundamento de la Iglesia. A él le fue dado todo el poder de atar y de
desatar; a él sólo confió el poder de apacentar el rebaño. Al contrario, todo
lo que los apóstoles han recibido en lo que se refiere al ejercicio de
funciones y autoridad lo han recibido conjuntamente con Pedro. «Si la divina
Bondad ha querido que los otros príncipes de la Iglesia tengan alguna cosa en
común con Pedro, lo que no ha rehusado a los demás no se les ha dado jamás sino
con él». «El solo ha recibido muchas cosas, pero nada se ha concedido a ninguno
sin su participación»(113).
Por donde se ve claramente que
los obispos perderían el derecho y el poder de gobernar si se separasen de
Pedro o de sus sucesores. Por esta separación se arrancan ellos mismos del
fundamento sobre que debe sustentarse todo el edificio y se colocan fuera del
mismo edificio; por la misma razón quedan excluidos del rebaño que gobierna el
Pastor supremo y desterrados del reino cuyas llaves ha dado Dios a Pedro
solamente.
La necesaria unión con
Pedro
38. Estas consideraciones hacen
que se comprenda el plan y el designio de Dios en la constitución de la
sociedad cristiana. Este plan es el siguiente: el Autor divino de la Iglesia,
al decretar dar a ésta la unidad de la fe, de gobierno y de comunión, ha
escogido a Pedro y a sus sucesores para establecer en ellos el principio y como
el centro de la unidad. Por esto escribe San Cipriano: hay, para Ilegar a la
fe, una demostración fácil que resume la verdad. El Señor se dirige a Pedro en
estos términos: «Te digo que eres Pedro»... Es, pues, sobre uno sobre quien
edifica la Iglesia. Y aunque después de su resurrección confiere a todos los
apóstoles un poder igual, y les dice: «Como mi Padre me envió...», no obstante,
para poner la unidad en plena luz, coloca en uno solo, por su autoridad, el
origen y el punto de partida de esta misma unidad(114).
Y San Optato de Mileve: «Tú
sabes muy bien —escribe—, tú no puedes negarlo, que es a Pedro el
primero a quien ha sido conferida la Cátedra episcopal en la ciudad de Roma; es
en la que está sentado el jefe de los apóstoles, Pedro, que por esto ha sido
llamado Cefas. En esta Cátedra única es en la que todos debían guardar la
unidad, a fin de que los demás apóstoles no pudiesen atribuírsela cada uno en
su Sede, y que fuera en adelante cismático y prevaricador quien elevara otra
Cátedra contra esta Cátedra única»(115).
De aquí también esta sentencia
del mismo San Cipriano, según la que la herejía y el cisma se producen y nacen
del hecho de negar al poder supremo la obediencia que le es debida: «La única
fuente de donde han surgido las herejías y de donde han nacido los cismas es
que no se obedece al Pontífice de Dios ni se quiere reconocer en la Iglesia un
solo Pontífice y un solo juez, que ocupa el lugar de Cristo»(116).
39. Nadie, pues, puede tener
parte en la autoridad si no está unido a Pedro, pues sería absurdo pretender
que un hombre excluido de la Iglesia tuviese autoridad en la Iglesia.
Fundándose en esto, Optato de Mileve, reprendía así a los donatistas: «Contra
las puertas del infierno, como lo leemos en el Evangelio, ha recibido las
llaves de salud Pedro, es decir, nuestro jefe, a quien Jesucristo ha dicho:
"Te daré las llaves del reino de los cielos, y las puertas del infierno no
triunfarán jamás de ellas". ¿Cómo, pues, tratáis de atribuiros las llaves
del reino de los cielos, vosotros que combatís la cátedra de Pedro?»(117)
Pero el orden de los obispos no
puede ser mirado como verdaderamente unido a Pedro, de la manera que Cristo lo
ha querido, sino en cuanto está sometido y obedece a Pedro; sin esto, se
dispersa necesariamente en una multitud en la que reinan la confusión y el desorden.
Para conservar la unidad de fe y comunión, no bastan ni una primacía de honor
ni un poder de dirección; es necesaria una autoridad verdadera y al mismo
tiempo soberana, a la que obedezca toda la comunidad. ¿Qué ha querido, en
efecto, el Hijo de Dios cuando ha prometido las llaves del reino de los cielos
sólo a Pedro? Que las llaves signifiquen aquí el poder
supremo; el uso bíblico y el consentimiento unánime de los
Padres no permiten dudarlo. Y no se pueden interpretar de otro modo los poderes
que han sido conferidos, sea a Pedro separadamente, o ya a los demás apóstoles
conjuntamente con Pedro. Si la facultad de atar y desatar, de apacentar el
rebaño, da a los obispos, sucesores de los apóstoles, el derecho de
gobernar con autoridad propia al pueblo confiado a cada uno de ellos,
seguramente esta misma facultad debe producir idéntico efecto en aquel a quien
ha sido designado por Dios mismo el papel de apacentar los corderos y
las ovejas. «Pedro no ha sido sólo instituido Pastor por Cristo,
sino Pastor de los pastores. Pedro, pues, apacienta a los corderos y apacienta
a las ovejas; apacienta a los pequeñuelos y a sus madres, gobierna a los
súbditos y también a los prelados, pues en la Iglesia, fuera de los corderos y
de las ovejas, no hay nada»(118).
40. De aquí nacen entre los
antiguos Padres estas expresiones que designan aparte al bienaventurado Pedro,
y que le muestran evidentemente colocado en un grado supremo de la dignidad y
del poder. Le llaman con frecuencia «jefe de la Asamblea de los discípulos; príncipe
de los santos apóstoles; corifeo del coro apostólico; boca de todos los
apóstoles; jefe de esta familia; aquel que manda al mundo entero; el primero
entre los apóstoles; columna de la Iglesia».
La conclusión de todo lo que
precede parece hallarse en estas palabras de San Bernardo al papa Eugenio:
«¿Quién sois vos? Sois el gran Sacerdote, el Pontífice soberano.
Sois el príncipe de los
obispos, el heredero de los apóstoles... Sois aquel a quien las Ilaves han sido
dadas, a quien las ovejas han sido confiadas. Otros además que vos son también
porteros del cielo y pastores de rebaños; pero ese doble título es en vos tanto
más glorioso cuanto que lo habéis recibido como herencia en un sentido más
particular que todos los demás. Estos tienen sus rebaños, que les han sido
asignados a cada uno el suyo; pero a vos han sido confiados todos los rebaños;
vos únicamente tenéis un solo rebaño, formado no solamente por las ovejas, sino
también por los pastores; sois el único pastor de todos. Me preguntáis cómo lo pruebo.
Por la palabra del Señor. ¿A quién, en efecto, no digo entre los obispos, sino
entre los apóstoles, han sido confiadas absoluta e indistintamente todas
las ovejas? Si tú me amas, Pedro, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Los pueblos
de tal o cual ciudad, de tal o cual comarca, de tal reino? Mis ovejas, dice.
¿Quién no ve que no se designa a una o algunas, sino que todas se confian a
Pedro? Ninguna distinción, ninguna excepción»(119).
Todos los obispos y
cada uno en particular
41. Sería apartarse de la verdad
y contradecir abiertamente a la constitución divina de la Iglesia pretender que
cada uno de los obispos, considerados aisladamente, debe estar sometido a la
jurisdicción de los Pontífices romanos; pero que todos los obispos,
considerados en conjunto, no deben estarlo. ¿Cuál es, en efecto, toda la razón
de ser y la naturaleza del fundamento? Es la de poner a salvo la unidad y la
solidez más bien de todo el edificio que la de cada una de sus partes.
Y esto es mucho más verdadero
en el punto de que tratamos, pues Jesucristo nuestro Señor ha querido para la
solidez del fundamento de su Iglesia obtener este resultado: que las puertas
del infierno no puedan prevalecer contra ella. Todo el mundo conviene en que
esta promesa divina se refiere a la Iglesia universal y no a sus partes tomadas
aisladamente, pues éstas pueden, en realidad, ser vencidas por el esfuerzo de
los infiernos, y ha ocurrido a muchas de ellas separadamente ser, en efecto,
vencidas.
Además, el que ha sido puesto a
la cabeza de todo el rebaño, debe tener necesariamente la autoridad, no
solamente sobre las ovejas dispersas, sino sobre todo el conjunto de las ovejas
reunidas. ¿Es acaso que el conjunto de las ovejas gobierna y conduce al pastor?
Los sucesores de los apóstoles, reunidos, ¿serán el fundamento sobre el que el
sucesor de Pedro debería apoyarse para encontrar la solidez?
Quien posee las llaves del
reino tiene, evidentemente, derecho y autoridad no sólo sobre las provincias
aisladas, sino sobre todas a la vez; y del mismo modo que los obispos, cada uno
en su territorio, mandan con autoridad verdadera, así a los Pontífices romanos,
cuya jurisdicción abraza a toda la sociedad cristiana, tiene todas las
porciones de esta sociedad, aun reunidas en conjunto, sometidas y obedientes a
su poder. Jesucristo nuestro Señor, según hemos dicho repetidas veces, ha dado
a Pedro y a sus sucesores el cargo de ser sus Vicarios, para ejercer
perpetuamente en la Iglesia el mismo poder que El ejerció durante su vida
mortal. Después de esto, ¿se dirá que el colegio de los apóstoles excedía en
autoridad a su Maestro?
42. Este poder de que hablamos
sobre el colegio mismo de los obispos, poder que las Sagradas Letras denuncian
tan abiertamente, no ha cesado la Iglesia de reconocerlo y atestiguarlo. He
aquí lo que acerca de este punto declaran los concilios: «Leemos que el
Pontifice romano ha juzgado a los prelados de todas las Iglesias; pero no
leemos que él haya sido juzgado por ninguno de ellos»(120). Y la razón de este
hecho está indicada con sólo decir que «no hay autoridad superior a la
autoridad de la Sede Apostólica»(121).
Por esto Gelasio habla así de
los decretos de los concilios: «Del mismo modo que lo que 1a Sede primera no ha
aprobado no puede estar en vigor, así, por el contrario, lo que ha confirmado
por su juicio, ha sido recibido por toda la Iglesia»(122). En efecto, ratificar
o invalidar la sentencia y los decretos de los concilios ha sido siempre propio
de los Pontífices romanos. León el Grande anuló los actos del conciliábulo de
Efeso; Dámaso rechazó el de Rímini; Adriano I el de Constantinopla; y el
vigésirno octavo canon del concilio de Calcedonia, desprovisto de la aprobación
y de la autoridad de la Sede Apostólica, ha quedado, como todos saben, sin
vigor ni efecto.
Con razón, pues, en el quinto concilio
de Letrán expidió León X este decreto: «Consta de un modo manifiesto no
solamente por los testimonios de la Sagrada Escritura, por las palabras de los
Padres y de otros Pontífices romanos y por los decretos de los sagrados
cánones, sino por la confesión formal de los mismos concilios, que sólo el
Pontífice romano, durante el ejercicio de su cargo, tiene pleno derecho y
poder, como tiene autoridad sobre los concilios, para convocar, transferir y
disolver los concilios.
Las Sagradas Escrituras dan testimonio
de que las llaves del reino de los cielos fueron confiadas a Pedro solamente, y
también que el poder de atar y desatar fue conferido a los apóstoles
conjuntamente con Pedro; pero ¿dónde consta que los apóstoles hayan recibido el
soberano poder sin Pedro y contra Pedro? Ningún testimonio lo dice. Seguramente
no es de Cristo de quien lo han recibido.
Por esto, el decreto del
concilio Vaticano I que definió la naturaleza y el alcance de la primacía del
Pontífice romano no introdujo ninguna opinión nueva, pues sólo afirmó la
antigua y constante fe de todos los siglos».
43. Y no hay que creer que la
sumisión de los mismos súbditos a dos autoridades implique confusión en la
administración.
Tal sospecha nos está
prohibida, en primer término, por la sabiduría de Dios, que ha concebido y
establecido por sí mismo la organización de ese gobierno. Además, es preciso
notar que lo que turbaría el orden y las relaciones mutuas sería la
coexistencia, en una sociedad, de dos autoridades del mismo grado y que no se sometiera
la una a la otra. Pero la autoridad del Pontífice es soberana, universal y del
todo independiente; la de los obispos está limitada de una manera precisa y no
es plenamente independiente. «Lo inconveniente sería que dos pastores
estuviesen colocados en un grado igual de autoridad sobre el mismo rebaño. Pero
que dos superiores, uno de ellos sometido al otro, estén colocados sobre los
mismos súbditos no es un inconveniente, y así un mismo pueblo está gobernado de
un modo inmediato por su párroco, y por el obispo, y por el papa»(123).
Los Pontífices romanos, que
saben cuál es su deber, quieren más que nadie la conservación de todo lo que
está divinamente instituido en la Iglesia, y por esto, del mismo modo que
defienden los derechos de su propio poder con el celo y vigilancia necesarios,
así también han puesto y pondrán constantemente todo su cuidado en mantener a
salvo la autoridad de los obispos.
Y más aún, todo lo que se
tributa a los obispos en orden al honor y a la obediencia, lo miran como si a
ellos mismos les fuere tributado. «Mi honor es el honor de la Iglesia
universal. Mi honor es el pleno vigor de la autoridad de mis hermanos. No me
siento verdaderamente honrado sino cuando se tributa a cada uno de ellos el
honor que le es debido»(124).
Eshortaciones finales
44. En todo lo que precede, Nos
hemos trazado fielmente la imagen y figura de la Iglesia según su divina
constitución. Nos hemos insistido acerca de su unidad, y hemos declarado cuál
es su naturaleza y por qué principio su divino Autor ha querido asegurar su
conservación.
Todos los que por un insigne
beneficio de Dios tienen la dicha de haber nacido en el seno de la Iglesia
católica y de vivir en ella, escucharán nuestra voz apostólica, Nos no tenemos
ninguna razón para dudar de ello. «Mis ovejas oyen mi voz»(125). Todos ellos
habrán hallado en esta carta medios para instruirse más plenamente y para
adherirse con un amor más ardiente cada uno a sus propios Pastores, y por éstos
al Pastor supremo, a fin de poder continuar con más seguridad en el aprisco único
y recoger una mayor abundancia de frutos saludables.
Pero «fijando nuestras miradas
en el autor y consumador de la fe, Jesús»(126), cuyo lugar ocupamos y por quien
Nos ejercemos el poder, aunque sean débiles nuestras fuerzas para el peso
de esta dignidad y de este cargo, Nos sentimos que su caridad inflama nuestra
alma y emplearemos, no sin razón, estas palabras que Jesucristo decía de sí
mismo: «Tengo otras ovejas que no están en este aprisco; es preciso también que
yo las conduzca, y escucharán mi voz»(127). No rehúsen, pues, escucharnos y
mostrarse dóciles a nuestro amor paternal todos aquellos que detestan la
impiedad, hoy tan extendida, que reconocen a Jesucristo, que le confiesan Hijo
de Dios y Salvador del género humano, pero que, sin embargo, viven errantes y
apartados de su Esposa. Los que toman el nombre de Cristo es necesario que lo
tomen todo entero. «Cristo todo entero es una cabeza y un cuerpo, la cabeza es
el Hijo único de Dios; el cuerpo es su Iglesia: es el esposo y la esposa, dos
en una sola carne. Todos los que tienen respecto de la cabeza un sentimiento
diferente del de las Escrituras, en vano se encuentran en todos los lugares
donde se halla establecida la Iglesia, porque no están en la Iglesia.
E, igualmente, todos los que
piensan como la Sagrada Escritura respecto de la cabeza, pero que no viven en
comunión con la autoridad de la Iglesia, no están en la Iglesia»(128).
45. Nuestro corazón se dirige
también con sin igual ardor tras aquellos a quienes el soplo contagioso de la
impiedad no ha envenenado del todo, y que, a lo menos, experimentan el deseo de
tener por padre al Dios verdadero, creador de la tierra y del cielo. Que
reflexionen y comprendan bien que no pueden en manera alguna contarse en el
número de los hijos de Dios si no vienen a reconocer por hermano a Jesucristo y
por madre a la Iglesia.
A todos, pues, Nos dirigimos
con grande amor estas palabras que tomamos a San Agustín: «Amemos al Señor
nuestro Dios, amemos a su Iglesia: a El como a un padre, a ella como una madre.
Que nadie diga: Sí, voy aún a los ídolos, consulto a los poseídos y a los
hechiceros, pero, no obstante, no dejo a la Iglesia de Dios, soy católico.
Permanecéis adherido a la madre, pero ofendéis al padre. Otro dice poco más o
menos: Dios no lo permita; no consulto a los hechiceros, no interrogo a los
poseídos, no practico adivinaciones sacrílegas, no voy a adorar a los demonios,
no sirvo a los dioses de piedra, pero soy del partido de Donato: ¿De qué os
sirve no ofender al padre, que vengará a la madre a quien ofendéis? ¿De qué os
sirve confesar al Señor, honrar a Dios, alabarle, reconocer a su Hijo,
proclamar que está sentado a la diestra del Padre, si blasfemáis de su Iglesia?
Si tuvieseis un protector, a quien tributaseis todos los días el debido
obsequio, y ultrajaseis a su esposa con una acusación grave, ¿os atreveríais ni
aun a entrar en la casa de ese hombre? Tened, pues, mis muy amados,
unánimemente a Dios por vuestro padre, y por vuestra madre a la Iglesia»(129).
Confiando grandemente en la
misericordia de Dios, que pueda tocar con suma eficacia los corazones de los
hombres y formar las voluntades más rebeldes a venir a El, Nos recomendamos con
vivas instancias a su bondad a todos aquellos a quienes se refiere nuestra
palabra. Y como prenda de los dones celestiales, y en testimonio de nuestra
benevolencia, os concedemos, con grande amor en el Señor, a vosotros,
venerables hermanos, a vuestro clero y a vuestro pueblo la bendición
apostólica.
Dado en Roma, en San Pedro, a
veintinueve de junio del año 1896, decimonoveno de nuestro pontificado.
Notas
1. Ef 5,25.
2. Mt 11,30.
3. Sant 1,17.
4. 1Cor 3,6.
5. Flp 2,6-7.
6. Rom 10,17.
7. Ibíd., 10.
8. 1Cor 12,27.
9. Hom. De capto Eutropio n.
6.
10. In Psalm. 71 n.8.
11. Enarrat. in Psalm. 103 serm.2
n.2.
12. Clemente Alej., Stromata VII
c.17.
13. Jn 20,21.
14. Jn 17,18.
15. Jn 3,17.
16. Hech 4,12.
17. Is 2,2.
18. Is 2,3.
19. De schism.donatist. III n.2.
20. In epist. Ioann. tract. 1 n.13.
21. Ef 1,22-23.
22. 1Cor 12,12.
23. Ef 4,15-16.
24. San Cipriano, De cathol.Eccl.unitate n.23.
25. Ibíd.
26. Ef 5,29-30.
27. San Agustín, Serm. 267 n.4.
28. San Cipriano, De cathol. Eccl. unitate n.6.
29. Ef 4,4.
30. Jn 17,20-23.
31. Jn 27,21.
32. Ef 4,5.
33. 1Cor 1,10.
34. San Ireneo, Adver.haeres. III
c.12 n.12.
35. San Agustín, In Ioann. evang. tract.
18 c.5 n.1.
36. Jn 10,37.
37. Jn 15,24.
38. Jn 10,38.
39. Mt 28,18-20.
40. Mc 16,16.
41. Jn 16,7-13.
42. Jn 14,16-17.
43. Jn 15,26-27.
44. Lc 10,16.
45. Jn 20,21.
46. Rom 1,5.
47. Mc 16,20.
48. San Jerónimo, In Matth. IV c.28
v.20.
49. 2 Tim 2,1-2.
50. San Clemente Rom., Epist. I ad Cor. c.42,44.
51. San Cipriano, Epist. 50 ad Magnum n.
1.
52. Autor del Tract. de fide orthod.
contra Arianos.
53. San Agustín, De haeresibus n.88.
54. Ef 4,3ss.
55 Orígenes, Vetus interpretatio
commentariorum in Matth. n.46.
56. San Ireneo, Adver. haeres. IV
c.33 n.8.
57. Tertuliano, De praescript. c.21.
58. San Hilario, Commentar. in Matth. 31 n.1.
59. Rufino, Hist. Eccl. II
c.9.
60. Ricardo de S. Víctor, De
Trinit. I c.2.
61. Concilio Vaticano I, ses.3
c.3.
62. Sant 2,10.
63. San Agustín, Enarrat. in Psalm. 54
n.19.
64. 2 Cor 10,5.
65. San Agustín, Contra
Faustum manich. XVII c.3.
66. Concilio Vaticano I, ses.3
c.3.
67. San Agustín, De utilit. credenci c.17
n.35.
68. 1 Cor 4,
1.
69 Santo Tomás de Aquino, Summa
theol. II-II C.39 a.1.
70. San Jerónimo, Commentar. in epist. ad
Titum c.3 v.10-11.
71. San Juan Crisóstomo, Hom. 11 in epist. ad
Ephes. n.5.
72. San Agustín, Contra
epist. Parmeniani II c.l l n.25.
73. Santo Tomás de Aquino, Contra
Gentes IV c.76.
74. Mt 16,13.
75. San Paciano, Epist. 3 ad Sempronium n.11.
76. San Cirilo Alej., In evang. Ioann. II
c.l v.42.
77. Orígenes, Comment. in Matth. XII n.11.
78. Ibíd.
79. San Juan Crisóstomo, Hom. 54 int Matth.
n.2.
80. Jn 21,16-17.
81. San Ambrosio, Exposit. in evang. sec. Luc. X
n.175-176.
82. San Juan Crisóstomo, De
sacerdotio II.
83. Lc 22,32.
84. Ibíd.
85. San Ambrosio, De
fide IV n.56.
86. San León Magno, Serm. 4c.2.
87. Ef 2,21.
88. San Basilio, Hom. de poenitentia n.4.
89 Ap 3,7.
90. Jn 10,11.
91. San Juan Crisóstomo, Hom. 88 in Ioann.
n.1.
92. 2 Tes 2,16.
93. San León Magno, Serm. 4 c.11.
94. San Gregorio Magno, Epistolarum V
epist.20.
95. San León Magno, Serm.3 c.3.
96. Concilio Florentino.
97. San Ireneo, Adr.
haeres. III c.3 n.2.
98. San Cipriano, Epist.48 ad Cornelium n.3.
99. San Cipriano, Epist.59 ad Cornelium n.14.
100. San Jerónimo, Epist.15 ad Damasum n.2.
101. San Jerónimo, Epist.16 ad Damasum n.2.
102. San Agustín, Epist.43 n.7.
103. San Agustín, Serm.120 n.13.
104. San Cipriano, Epist.55 n.l.
105 Máximo Abad, Defloratio
ex epistola ad Petrum illustrem.
106. Concilio de Efeso,
actio 3.
107. Concilio de Constantinopla
III, actio 18.
108. Fórmula de profesión de fe
católica, post epist.26 ad omnes episc. Hispan. n.4.
109. Concilio II de Lyón, actio
4: Fórmula de profesión de fe de Miguel Paleólogo.
110. Lc 6,13.
111. San Jerónimo, Diálogo Contra
luciferianos n.9.
112. San Juan Crisóstomo, Hom.88 in Ioann. n.1.
113. San León Mano, Serm.4 c.2.
114. San Cipriano, De
unitate Ecclesiae n.4.
115 San Optato De Mileve, De
schismate donatistarum II.
116. San Cipriano, Epist.l2 ad Cornelium n.5.
117. San Optato De Mileve, De
schismate donatistarum II n.4-5.
118. Bruno Obispo, Commentarium in Ioann. p.III
c.21 n.55.
119. San Bernardo, De consideratione II
c.8.
120. Adriano II, In allocutione III ad Synodum
Romanam (a.869). Act. VII Concilii Constant.IV.
121. Nicolás, In epist.86 Ad Michael imp.:
Patet profecto Sedis Apostolicae cuius auctoritate maior non est, iudicium a
nemine fore retractandum, neque cuiquam de eius liceat iudicare iudicio.
122. Gelasio, Epist.26 ad episcopos Dardaniae n.5.
123 Santo Tomás de Aquino, In IV Sent. dist.17
a.4 ad c.4 ad 13.
124.San Gregorio Magno, Epistolarum VIII
epist.30 ad Eulogium.
125. Jn 10,27.
126. Heb 12,2.
127. Jn 10,16.
128. San Agustín, Contra donatistas epist.
sive de unitate ecclesiae c.4 n.7.
129. San Agustín, Enarratio
in Psalm. 88 serm.2 n.14.
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